El método Ørberg supone para los profesores que se aventuran con él un auténtico reto; ante todo, por la dificultad del cambio de metodología. Aunque pueda resultar extraordinariamente llamativo para los profanos, los profesores de Clásicas generalmente no saben hablar latín.
Comenzar a enseñar la lengua como si se tratase de eso (una lengua, y
no un mero conjunto de reglas de morfología y sintaxis) exige un enorme
esfuerzo de preparación, estudio y reciclaje por parte del profesorado.
Pero los resultados obtenidos merecen
la pena: los alumnos que completan con éxito el primer volumen del
método (algo perfectamente posible en dos cursos de Bachillerato bien
aprovechados) adquieren tal soltura en la lectura de textos latinos que
incluso son capaces de leer a autores como César de corrido y sin
diccionario. He tenido alumnos que resolvían la traducción del examen de selectividad de un vistazo y en menos de cinco minutos. Esto, con la metodología de gramática y traducción es algo de lo que no son capaces ni nuestros licenciados universitarios.
Eso respecto a la enseñanza del latín. ¿Pero qué pasa con el griego?
Muchos profesores de Secundaria partidarios de la renovación
metodológica nos hemos propuesto buscar nuevas vías para revitalizar la
enseñanza de una de las asignaturas más necesarias y, sin embargo,
amenazadas del actual sistema educativo.
Por desgracia no existe ningún manual similar a Lingua Latina per se Illustrata para enseñar griego clásico. Lo más parecido es el método Athenaze en su versión italiana, una adaptación del Curso de griego de Oxford, pero ni su metodología ni sus resultados se pueden comparar a los del método Ørberg.
En mi opinión, la revolución que tiene
que llegar a la enseñanza del griego en España debería plantearse en
términos distintos a la que se está viviendo con el latín.
Decía que el método Ørberg
supone una vuelta a la tradición humanista y renacentista de la
enseñanza del latín. Pues eso mismo debería hacerse con el griego. ¿Y
cómo aprendían griego los humanistas? Pues igual que el latín, es decir,
como una lengua viva. Con la diferencia de que el griego realmente era
(y es) una lengua viva. Es decir: los humanistas aprendían el griego de
sus contemporáneos griegos venidos de Constantinopla.
Existe el equivocado prejuicio de que el griego moderno y el antiguo son lenguas distintas
(algo así como el latín y el castellano). Esto no es verdad. Es cierto
que existen importantes diferencias en la sintaxis, y algo menores en la
morfología (no tantas en la forma más culta del griego moderno), pero
lo fundamental es que el 60% del léxico griego actual es exactamente igual que el del griego clásico (más otro 20% de neologismos de raíz clásica, palabras del tipo teléfono...).
De esta forma, un alumno que domine el griego actual (incluyendo su forma culta, llamada Katharévusa) no tendrá casi ningún problema a la hora de leer textos clásicos en el original.
Esa era la forma que tenían los humanistas de aprender griego, a través
del moderno: empezando por la conversación sencilla en la lengua
cotidiana, siguiendo por el aprendizaje de la lengua culta contemporánea
y los textos evangélicos, y terminando con la lectura de los grandes
clásicos de la antigüedad.
¿Por qué no emplear este sencillo
método también en nuestros centros de Secundaria? No sólo daría una
nueva utilidad y atractivo a nuestra materia, sino que recuperaría uno
de los principales valores del estudio del griego. Un valor
extraordinario que, inexplicablemente, la mayoría de los helenistas
ignoran: el griego es la única lengua europea con más de 3.000 años de continuidad, y unidad histórica y literaria.
No se trata de convertir la clase de Griego del Bachillerato en un curso de griego moderno conversacional que sólo sirva para comprar un billete de autobús en Atenas, sino de mantener la enseñanza de la cultura y la civilización griega, pero accediendo a su lengua a través de la forma moderna,
mucho más próxima y atractiva para nuestros alumnos de Secundaria. La
experiencia me demuestra que incluso aquellos alumnos que van a estudiar
Filología Clásica tienen una ventaja enorme si al comenzar la carrera cuentan con una buena base de griego moderno.
Ofertar el griego de esta manera,
además, permitiría que fuese accesible también a los alumnos del
Bachillerato científico (quienes, inexplicablemente, hoy no pueden
cursar lengua griega a pesar de la evidente utilidad que supone el
conocimiento de léxico griego para cualquier episteme)
y permitiría añadir un atractivo innegable a nuestra materia para
aquellos alumnos interesados en carreras de turismo, comercio,
diplomacia, etc.
Estoy seguro de que en pocos años,
igual que sucede ya en Francia y otros países de nuestro entorno,
nuestros centros de Secundaria comenzarán a ampliar la oferta de
segundas lenguas de forma considerable (alemán, chino, árabe,
italiano...). Si para entonces los profesores de griego no hemos
comenzado a tomar posición, habremos desperdiciado la última oportunidad de mantener la presencia de nuestra querida lengua en los institutos. En beneficio no ya de nosotros mismos, sino de nuestros estudiantes.
Nota sobre el autor
Carlos Martínez Aguirre
es desde hace más de 10 años profesor de Griego y Latín en Enseñanza
Secundaria. Además de su actividad docente, sus poemas han sido
recogidos en antologías de poesía reciente y premiados en distintos
certámenes.
Ha sido profesor de español en el
Instituto Cervantes de Atenas y becario de investigación en el Instituto
de Estudios Bizantinos de la misma ciudad. Durante dos cursos residió
en París y Bretaña, donde trabajó como auxiliar de conversación de
español.
Me envió un mensaje en el que se ofrecía a mandarme un libro que acababa de publicar: La extraña odisea. Confesiones de un filólogo clásico, Yo
no lo conocía, pero me picó mucho la curiosidad que alguien se animara a
publicar un libro tan fuera de la ola del momento. Me comprometí a
leerlo y a decirle lo que me parecía. “Le felicito por haberlo publicado
(ya escribirlo es muy meritorio, pero publicarlo en estos tiempos es
casi imposible)”, le dije por mail. Me llegó un viernes y ese sábado por
la mañana me dispuse a hojearlo, aunque en mi fuero interno solo me
había comprometido a leerlo en los siguientes meses.
¿Hojearlo? No pude parar hasta el
final. Me pareció una delicia. De gran interés y con un sentido del
humor impresionante. En él vuelca con finura e ironía su profundo amor a
la verdad y sus experiencias como alumno y profesor de lenguas
clásicas. Además, refleja con lucidez la profesión docente, con sus
luces y sus sombras. Así que le pedí que escribiera este post.
Os recomiendo de verdad que leáis
el libro. Lo disfrutaréis, os reiréis y sentiréis la emoción del docente
que se esfuerza en encontrar el mejor camino hacia el éxito de sus
estudiantes.
Por cierto, en él habla de la
mejor profesora de su vida, Mª Ángeles Martín Sánchez, por lo que le
pedí que escribiera un post sobre ella para la serie El mejor profesor de mi vida. Aquí podéis leer su post del pasado verano, titulado Era el ejemplo vivo de las virtudes a las que debíamos aspirar.