Luigi Miraglia,
"CÓMO (NO) SE ENSEÑA EL LATÍN"
Publicado en
Micromega 5* (1996)
(Traducción del
italiano por el profesor José Hernández Vizuete.)
Fuente:
Asociación andaluza de
latín y griego
PARS DESTRVENS
“El método adoptado en
los centros italianos para enseñar las lenguas clásicas es el más dificultoso
y el menos productivo; es poco útil para llegar a conocer la lengua, y es
menos útil aún para conocer el espíritu literario; en la base de este fracaso
se encuentran dos errores de fondo: el primero, más grave y más frecuente, y
por tanto del que se escuchan más lamentaciones, consiste en empezar
inmediatamente con la enseñanza sistemática de la gramática para iniciarse en
el conocimiento de la lengua, y en continuar luego insistiendo en ello como si
en el aprendizaje de sus reglas y en el ejercicio repetitivo para aplicarlas
consistiera toda la razón de ser del estudio de la lengua, o incluso la
esencia misma de la lengua. El otro error, también frecuente, pero menos
generalizado, consiste en ampliar, más allá de los conocimientos y necesidades
propios de la enseñanza secundaria, la erudición filológica y el análisis
gramatical, morfológico y sintáctico, de la palabra, de la frase, del período,
de manera que la palabra per se se convierta en el objetivo
principal de la instrucción lingüística”.
Parecería la
declaración subversiva de un rerum novarum studiosus, y en respuesta a
ello ya se reúne el compacto coro de los laudatores temporis acti,
prontos a jurar que en su época todos los estudiantes conocían a la perfección
el latín y el griego, que el problema está únicamente en haber eliminado el
estudio de la lengua de Roma en la Escuela Media, que luego, por otra parte,
ya se sabe, estos muchachos de hoy no quieren hacer nada, que la gramática y
la sintaxis son cosas serias, el gimnasio de la mente, la disciplina del
análisis y de la síntesis, que sólo se llegan a dominar tras el duro ejercicio
de aquel que se dedica ello horas y horas cada día. Pero por desgracia para
ellos, no se trata de la declaración hecha antes de ayer por uno de los
secuaces del idolum fori de la renovación. Son, bien al contrario, los
resultados de la encuesta realizada por la Comisión Real para la ordenación de
los estudios secundarios de Italia en el ya lejano 1909. Nada, absolutamente
nada, ha cambiado desde entonces, excepto que, precisamente, la situación ha
empeorado aún más, porque los ocho años de estudio del latín (¡ocho
años! Cuando para aprender el japonés o el finlandés basta con cuatro, y
cualquier muchacho de inteligencia media que asista al Goethe Institut
aprende perfectamente el alemán en dos o tres años) se han reducido a cinco, y
los chicos de hoy, como sostiene Peter Wülfing, ya no son –y no por culpa
suya– “aspirantes hambrientos de cultura” que vengan “por propia
voluntad a la ventanilla de la distribución del material”, sino que “nuestros
bienes de información, para continuar con la metáfora económica, tienen que
ser anunciados, ofrecidos, llevados a casa por publicistas y representantes
externos1.”
Asimismo al final del más reciente congreso sobre la didáctica de las lenguas
clásicas en los países de la CEE, celebrado en 1963 –¡hace nada menos que 33
años!– se llegó a la conclusión unánime de que “el joven estudiante de
latín se enfrenta a análisis y abstracciones superiores a los de su propia
lengua materna. En estos estudios se desarrolla todo, como si la psicología
moderna y la pedagogía experimental no existieran todavía2”.
Hace algunos
años tuve la gran suerte de asistir a una conferencia pronunciada en el
Instituto Italiano para los Estudios Filosóficos de Nápoles por el nunca
suficientemente llorado Luigi Firpo. Cuando nos disponemos a verificar las
competencias de nuestros alumnos de instituto, decía más o menos Firpo, nos
encontramos en la misma situación que un directivo de una empresa que,
necesitando una secretaria que sepa inglés, publica un anuncio en el
periódico. Al día siguiente se le presenta una señorita, que sostiene
–avalando con documentos su declaración– haber estudiado el inglés durante
cinco años, haber asistido a clases de inglés unas cinco horas a la semana, y
haber estudiado esa lengua en casa una hora durante todos esos años. El
industrial, contentísimo, está seguro de haber encontrado una experta, que
domina realmente el londinense como su propia lengua materna. Así que, sólo
por el gusto de escuchar la pronunciación británica, que imagina perfecta, le
pide a la simpática señorita que hable un poco en inglés. Aquella, por toda
respuesta, indignada, lo mira como a un bicho raro, y con cierto aire de
irritación sostiene resueltamente que ella no ha oído jamás decir, en sus
cinco años de estudio, que se pueda llegar al nivel de poder hablar un buen
inglés, si uno no ha nacido en Inglaterra. “Perdóneme, señorita –replica el
potencial patrono– ¿pero si estuviese aquí un inglés para hablar con nosotros,
usted podría hacerme de intérprete y traducirme sus palabras?” “¡Ni lo sueñe!
¿Pero no se da cuenta que sus exigencias son inverosímiles?” “¿Sabe escribir
cartas en inglés?” “¡En absoluto! Sería una operación incorrecta, que daría
lugar a una lengua artificial, tachada de extraña por los hablantes nativos.”
“¿Pero sabrá por lo menos leerme un texto en inglés?” “¡No, no y no! La
traducción es un trabajo exigente, difícil, que requiere ponderación, análisis
de cada palabra, atención detallada y una revisión minuciosa...” “Bueno, en
fin, señorita, ¿me quiere decir que es lo que sabe hacer usted?” “Lo que me
han enseñado: si usted me da un texto de una decena –un docena como máximo– de
líneas y no excesivamente difícil, me concede al menos un par de horas, me
proporciona un buen diccionario en el que haya un considerable número de
ejemplos, entre los cuales yo pueda encontrar al menos un par de frases para
traducir directamente, y tiene la suficiente tolerancia para aceptar tres o
cuatro errorcetes, estaré en disposición de traducirle el texto. ¡En nuestra
escuela eso era lo que se entendía por ‘saber inglés’!”
Esta anécdota, narrada
con la incisiva lucidez que caracterizaba la lengua de Firpo, se me ha quedado
grabada en la mente de manera indeleble. La señorita habría quizás podido
añadir que era capaz de indicar cada uno de los complementos y de las
proposiciones contenidas en texto que se le proponía. Porque, como sostiene
Mandruzzato, “el estudiante se comportará en el mundo clásico como el
extranjero que supiera muchas reglas que los italianos ignoran y prácticamente
ninguna palabra de italiano, y no pidiera pane, sino un sustantivo
terminado en –e con el plural en –i3”.
Y que no
parezca una exageración: el fango de una gramática imbécil, como la llamaba
Giambattista Pighi, uno de los más grandes latinistas de este siglo, el
análisis lógico grosero y torpe que lamentaba Pasquali se extiende todavía,
como en los tiempos de Pascoli, “como una sombra sobre las flores del
pensamiento antiguo y las pone mustias4”.
¿Cómo se
sigue estudiando todavía el latín? Se parte de la morfología, tras haber
perdido un par de semanas explicando (?) el alfabeto, la pronunciación
(generalmente sin ninguna alusión a la clásica, che, volentibus
nolentibus nobis, ha sido adoptada por la casi totalidad de los europeos),
y las reglas del acento (que se basan fundamentalmente en la cantidad de la
penúltima sílaba: pero como docentes y discentes corrientemente no saben si
esta es larga o breve, los errores en la lectura, perpetrados en todos los
niveles, desde el instituto a la universidad, siguen horrorizando a quien
tenga un mínimo de oído entrenado en la escucha de la lengua pronunciada
correctamente); se comienza a estudiar así, ex abrupto, el sistema de
los casos, como si se tratase de la cosa más fácil del mundo, y se estudian
todos a la vez; es más, a decir verdad se estudian incluso los casos
inexistentes, como el vocativo, que podría muy bien ser considerado una
excepción de la segunda declinación. Tras aprender de memoria la primera
declinación –esa cosa extraña, de la que el muchacho no había escuchado
jamás hablar antes, y que le resulta completamente ajena– se le dan seis,
siete, diez como máximo de gran interés por su contenido, como por ejemplo “Las
esclavas llevan rosas y violetas a los altares de Diana y de Atenea”, o
bien “La sabiduría y la laboriosidad de los habitantes son la gloria de
Gracia”, sin relación de ninguna clase entre ellas, luego se pasa a
estudiar las “excepciones”, y vamos con la segunda declinación; mismo
procedimiento; tercer capítulo: “De los adjetivos de la primera clase, o
cómo aprender a confundirse declinando en horizontal lo que se ha aprendido
hasta ahora en vertical”; cuarto capítulo: “La tercera declinación, o
cómo hacer difícil lo fácil”. En este punto el muchacho se ha rendido ya,
y se ha convencido de que el latín no ha sido nunca una lengua: se trata de un
mero ejercicio sin sentido, desesperante y frustrante, en el que uno pasa
horas y horas aprendiendo de memoria esquemas y cuadros gramaticales, para
jugar después a un rompecabezas propio de la revista Settimana Enigmistica,
con la leve diferencia de que, si no se llega a resolver la charada, te
plantan un insuficiente y la patente de torpe en cuya distribución el
enseñante no da muestras de tacañería. Se considera inteligentes y agudos a
aquellos alumnos bien preparados que aprenden de memoria que ravis, ravis
significa “ronquera” y termina en –im en acusativo y en –i en
ablativo, o buris, buris “la mancera (del arado)”, y así una
retahíla de nombres que no volverá a encontrarse jamás más que en su librito
de ejercicios; y son tildados de profundos aquellos que se fascinan con una
lengua que se les presenta mediante la traducción de frases como aquella que
nos comunica la interesantísima información de que “los yernos ararán las
tierras de los suegros”, y cosas por el estilo.
Cuando se
pasa a la sintaxis –como si, por otro lado, existiera realmente la posibilidad
de escindir la morfología de la sintaxis– la situación empeora
irremediablemente. El muchacho aprende, una tras otra, construcciones, listas
de verbos, estructuras, maneras de formar las proposiciones, que va olvidando
con la misma regularidad, en el mejor de los casos a la semana siguiente,
porque, excepto en las pocas frases (de seis a diez) que se le asignen para
casa en esta ocasión, ya no tendrá la oportunidad de encontrar ningún otro
ejemplo de lo mismo, si no es por pura casualidad y transcurrido demasiado
tiempo. Aprende un montón de cosas inútiles para la comprensión del texto, y
que sólo le servirían para las ya –menos mal– desaparecidas traducciones del
italiano al latín (“cómo se traduce el verbo fare seguido de
infinitivo”; “verbos fraseológicos que se suprimen en latín”, “cómo
se pasa a latín la idea del futuro perfecto en una proposición subordinada”,
etc.), comienza a infectarse de aquella coniunctiitis professoria que,
como decía Pasquali, hace estragos entre los docentes italianos “más que si
se tratara del tracoma en las más sucias aldeas árabes5”
y tiene como consecuencia “que Cicerón en Italia no sería capaz quizás de
aprobar la maturità classica6”.
El resultado de todo este proceso didáctico re reduce a que al chico no le
queda nada de la enseñanza del latín –y mucho menos del griego, donde los
desastres son aún peores– excepto un odio feroz y vatiniano contra una
disciplina que lo ha atormentado durante años sin haber podido jamás disfrutar
del placer de leer correctamente una página no ya de Cicerón, sino ni siquiera
del banalísimo Eutropio. Imaginemos qué sucedería en un conservatorio
cualquiera, si durante años y años se estudiara sólo solfeo y teoría musical,
y no se tuviera nunca la ocasión de escuchar un fragmento de Bach, de
Beethoven, de Mozart, de Vivaldi: piénsese en qué amor se podría infundir en
los jóvenes aspirantes a músicos, si se les prohibiese sin más ni más
reproducir, tocándolas, las obras clásicas, o si se eliminase completamente la
cátedra de Composición Musical. No hay duda de que obtendríamos el mismo
resultado que se alcanza cada día en nuestras clases de latín: repugnancia,
odio, aversión por la materia ante la puerta de acceso al santuario de la
cual, como decía Bally, se ha desparramado una impresionante cantidad de
trampas, de fosos, de barreras, y cada línea de cuyo estudio “ocultaba una
trampa gramatical y costó un esfuerzo y provocó un bostezo7”.
Paradójicamente sucede que aquellos que no han tenido jamás la desgracia de
estudiar latín en nuestros institutos gozan de una gran ventaja respecto a
quienes han padecido durante cinco años el tormento gramatical de la escuela.
Este dato desconcertante y desmoralizante, que he tenido ocasión de verificar
yo mismo muchas veces, me ha sido confirmado ampliamente por varias
experiencias efectuadas por otros en el ámbito extraescolar o en el
universitario. Resulta ejemplar entre todas ellas la experimentación didáctica
llevada a cabo por la Universidad de Pau, en la Francia meridional –donde la
situación se diferencia poco de la italiana– dirigida por el Prof. Claude
Fievet: transcurridos unos pocos meses de curso los alumnos que no habían
estudiado latín en el instituto demostraban unas competencias lingüísticas y
una capacidad de comprensión de los textos netamente superior a la de aquellos
que habían estudiado la lengua de Roma con métodos tradicionales8.
Muchas son las causas que pueden explicar este fenómeno, que a nuestro
entender demuestra la absoluta inadecuación de las estrategias didácticas
usadas actualmente en nuestros liceos por una grandísima mayoría de los
enseñantes. La primera de ellas es un mayor interés –que se traduce pronto en
amor– hacia una lengua a la que se considera portadora de valores
universales, paladina de contenidos culturales, llave de acceso a tesoros sin
fin, comenzando por los códices antiguos y terminando en las enigmáticas
estelas que cubren nuestras ciudades casi por todas partes, y a las que se
imagina como reveladoras de arcana sabiduría. En el imaginario colectivo, en
efecto, no ha perdido todavía su embeleso de lengua de la sabiduría y de la
ciencia europea: papel que ha desempeñado efectivamente en los siglos que van
desde el final del Imperio Romano hasta la afirmación de los espíritus
nacionalistas con el Romanticismo. En segundo lugar, quien no ha sufrido el
alud pútrido de preceptos morfológicos y sintácticos que sumerge y sofoca a
nuestros estudiantes de instituto tiene una mayor facilidad para aprender
latín como lengua, al tratar sin más de comprender el significado de los
textos que se le ponen ante la vista, sin atormentarse demasiado preguntándose
constantemente por las “reglas” y por las “excepciones” correspondientes en
cuyo bosque hay que desenvolverse: quien ha seguido normalmente los estudios
del instituto, ante un pasaje como His rebus constitutis, Caesar maturat ab
Vrbe proficisci, no sabe decir más que en el primer miembro se trata de un
“ablativo absoluto” que con el participio pasado se puede construir sólo con
los verbos deponentes intransitivos y con los transitivos activos, y, quizás,
que proficisci es un verbo deponente usado aquí en infinitivo. Por el
contrario, el que no ha sufrido jamás esta deformación mental, según la cual
todo es regla gramatical y nada más, tratará de comprender el sentido de la
oración en su conjunto, y captará que César se marcha con una cierta prisa de
Roma, tras haber tomado ciertas decisiones. Un último factor que influye no
poco en éxito en el aprendizaje de la lengua de quien no la ha estudiado nunca
en el instituto es por supuesto un miedo menor a equivocarse, a cometer el
“error” al que la cultura escolar confiere el valor sacro y sobrenatural del
tremendum. “Se podría decir que en Italia solamente se es calvinista
en lo que se refiere a las lenguas clásicas –escribe también Madruzzato–.
No se valora al estudiante por lo que sabe, sino que se lo desprecia por lo
que no sabe; y, a pesar del método con que ha estudiado, sabe a menudo mucho9”.
Ante esta
dolorosa situación, las actitudes adoptadas por los que se ocupan de la
didáctica, incluso a nivel directivo, son a menudo desconcertantes. En efecto,
de una parte, se continúa insistiendo en la necesidad de formar a los alumnos
para que dominen de la mejor manera posible el arte de la traducción. Es más,
hay quienes sostienen que es precisamente en la consecución de esta téchne
donde radicaría toda la utilidad de la enseñanza del latín, que asume de este
modo el mero valor instrumental de un ejercicio encaminado a profundizar en
los conocimientos y a mejorar las competencias de la propia lengua materna,
porque “el traductor pone a prueba la que debe ser su mejor destreza: el
conocimiento del vocabulario y de la sintaxis de la lengua de destino10”.
Ahora bien, si por un lado se nos pregunta por qué esforzarse precisamente en
una traducción del latín y no de una cualquiera de las lenguas modernas, tal
vez más útiles con fines pragmáticos –no considerando nosotros suficiente la
justificación según la cual “en el caso del latín el mundo de los otros es
aquel en el que se hunden muchas raíces del propio” y por tanto se tendría
solamente “un factor de utilidad cognoscitiva más” respecto a las otras
lenguas11–
por el otro, nos quedamos pasmados al descubrir que se suele sostener bastante
a las claras que la finalidad de la enseñanza del latín no es en absoluto
aprender a leer y comprender la lengua de Roma y de la cultura europea, sino
casi exclusivamente la de perfeccionar el propio conocimiento del italiano: y
ello no a través de una profundización histórica del núcleo semántico de las
palabras y de la estructura sintáctica del discurso, sino mediante la buena
traslación del pensamiento desde la lengua de partida a la de llegada, que
cualquier traducción comporta necesariamente.
Por otro lado, hay no
obstante que considerar que lo que los muchachos hacen en nuestros centros
hasta hoy no es en absoluto un ejercicio de traducción. Se parece más bien a
una operación fatigosa y probabilística de desciframiento, semejante a la de
Champollion cuando trataba de leer los jeroglíficos de la Piedra de Rossetta.
“El estudiante, el único desdichado para el que el latín es una obligación,
tiene su gran prueba en la traducción en clase. Es el día del diccionario
(...) Durante toda la prueba se ve compelido frenéticamente. Gran parte del
tiempo no la dedica a la docena de líneas del texto propuesto, sino a la
malversación del diccionario, ya hojeándolo febrilmente, ya examinando las
densísimas columnitas de vanas sugerencias. ¿Qué busca sobre todo en éste el
estudiante? Busca la “frase”. Y a veces la encuentra, exultante, pero por lo
general debe contentarse con sucedáneos traidores. Los ejemplos, traducidos
de antemano y confusamente, lo dejan perplejo. No piensa que la verdadera
frase, el ejemplo más en consonancia con el contexto, es precisamente aquel
que tiene delante de los ojos, en el texto que está traduciendo12”.En
realidad, si es verdad, como lo es, que, según la definición de Martinet, la
traducción es siempre un acto de reflexión de las frases de la proposición
entera, que de una lengua A es vehiculada y trasvasada, una vez reformulada, a
la lengua B, nuestros alumnos realizan una operación absurda, que en una buena
mayoría de los casos no tiene ningún derecho a que se la llame “traducción”.
En efecto éstos deberían comprender antes de traducir:
inverosímilmente, por el contrario, casi todos, y casi siempre, traducen
para comprender, y no comprenden para traducir. ¿Cuál es el motivo
de esta deformación? La absoluta ignorancia del léxico, debido a la cual el
chico no sabe colocar las palabras en el contexto, porque, no conociendo en la
práctica ningún vocablo y presa del sacro terror de los “falsos amigos”
infundido sin parar por sus profesores, no tiene absolutamente idea alguna del
mosaico dentro del cual colocar su tesela. De las monstruosidades que se
derivan de semejante absurdo y estúpido ejercicio parecen jactarse los
profesores, sacando a colación en las conversaciones entre amigos el
muestrario personal de las frases sin sentido y de los errores cometidos por
los propios alumnos.
La situación, por la que
estamos emitiendo estos lamentos sólo para poder proponer una posible
solución, ha golpeado ya en un círculo vicioso a muchas generaciones, hasta el
punto de tener nosotros hoy que constatar con dolor que la ignorancia del
latín se ha extendido, como una balsa de aceite, por todos los niveles, y que
en nuestros libros de texto están presentes gravísimas faltas; errores –y
ahora sí auténticamente errores– cometidos imperdonablemente por
quienes deberían enseñar el latín. Entre el infinito número del que se podrían
sacar ejemplos, me quedo sólo con estos dos: el primero tomado de un texto
para el bienio, en el que se proponen versiones plagadas de frases de este
tipo: qui sine peccato est, primam lapidem in illam mittebit13,
corrección poco afortunada del evangélico primus in illam lapidem mittat,
propuesta a los muchachos que no han “estudiado” aún el subjuntivo. El segundo
ejemplo lo tomo de una antología de clásicos muy difundida, que recrea la
frase de la carta XXVIII de Séneca, en la que el filósofo romano, exhortando a
Lucilio al cosmopolitismo, dice: quod –esto es, el hecho de no haber
nacido para quedarse en un solo rinconcillo, sino para considerar a todo el
mundo como la propia patria– si liqueret tibi, non admirareris nihil
adiuvari te regionum varietatibus, in quas subinde priorum taedio migras;
prima enim quaeque placuisset, si omnem tuam crederes”. Tal expresión, que
quiere decir simplemente que al joven Lucilio, una vez comprendido el valor de
ser ciudadano del mundo, le agradaría la primera tierra que hubiera
encontrado, si hubiera pensado que cada región podía ser considerada como
suya, es traducida escandalosamente por los autores del texto en una nota, y
propuesta a los alumnos en estos términos: “la primera (visitada) en efecto te
agradaría, si tú la consideraras tu patria” (omnem tuam = liter. toda tuya14).
Escandalosa, lo repetimos, nos parece esta traducción, no solo por motivos
gramaticales –incluso los pequeños de “quarto ginnasio” saben que, no obstante
el cesariano Gallia omnis y de sus imitaciones, en el noventa por
ciento de los casos omnis se distingue de totus y universus
precisamente por el hecho de que el primero indica un todo fraccionado,
mientras los segundos significan un todo completo: omnis vir = ‘todo
hombre’, cada hombre; totus vir = ‘el hombre todo/completo’–
pero también y sobre todo por el equívoco del pensamiento, que parece casi
atribuir a Séneca un deseo hegemónico sobre el territorio de residencia, y no
refleja ya el espléndido concepto según el cual para el verdadero filósofo
cualquier lugar es su patria15.
De cualquier
modo, en la mayor parte de los casos, incluso a nivel programático, parece que
se nos está orientando a dare manus victas, respecto al problema
lingüístico –en el sentido de que son también pocos, rarae aves in terris,
los que creen que los alumnos puedan aprender a leer y a comprender con
soltura los textos clásicos, al menos en prosa– para lanzarse todos al estudio
de la “civilización”, dando de lado al aprendizaje del latín a favor de
aquellas disciplinas que los anglosajones llaman Classics, en las que
se considera a la lengua un instrumento subsidiario de no excesiva
importancia, bastando para conseguir este objetivo el uso de las mejores
traducciones, como mucho con el texto original al lado. Ésta parece ser,
leyendo entre líneas, la orientación de las formulaciones más recientes de los
programas Brocca.
¿PARA QUÉ SIRVE EL LATÍN?
Se puede
comenzar a formular un proyecto didáctico, en el caso en que se tenga bien
clara delante de uno la meta a la que se quiere llegar al término del proceso.
Esta meta está condicionada naturalmente por la cuestión fundamental relativa
a la utilidad de la disciplina cuyo estudio se emprende, o, mejor aún, a por
qué se debe estudiar una determinada materia. En el caso del latín se ha
abierto una vexata quaestio que ha visto poner sobre la mesa las
justificaciones más inverosímiles. Ya antes hemos analizado algunas; otras
tritae opiniones son aquellas que quieren que el latín sea un ejercicio de
lógica, una gimnasia mental, que mejora la comprensión del propio idioma, de
la gramática, facilita el aprendizaje de las lenguas romances, surte de
conocimientos históricos, contribuye a la adquisición de métodos y principios,
es imprescindible para leer los tesoros de la literatura latina clásica, que
es la base de nuestra civilización16.
Todos, unos más, otros menos, resultan motivos más bien válidos, aunque
ninguno por sí solo puede constituir la razón de la persistencia de una
enseñanza que en los institutos italianos ocupa unas 4 o 5 horas semanales de
clase. El argumento más débil es aquel que consideraría al latín un
instrumento único para el refuerzo de las capacidades lógicas, cuando no sólo
otras lenguas modernas –el alemán, por ejemplo– podría surtir el mismo efecto,
sino que, en el caso de que fuera ésta la finalidad de su enseñanza, se
podrían sustituir las horas de latín con horas de lógica formal o de lógica
matemática. Más convincente nos parece la argumentación de quienes sostienen
que, no teniendo ninguna finalidad práctica, el latín enseña a los muchachos
el valor del otium entendido a la manera clásica como scholé, o
sea como estudio que posee en sí mismo los motivos de su pervivencia, sin
estar subordinado a una ulterior finalidad pragmático-utilitarista. Pero
incluso en este caso, si alguien dijera con elegancia que el latín “no sirve
para nada: como Mozart”, se le podría preguntar para qué estudiar la lengua
“muerta” de Roma, en lugar de modulaciones sinfónicas llenas de armonía.
Raramente, y jamás desde
las sedes institucionales, se escucha formular la que resulta la explicación
más obvia: al latín se le ha reservado un puesto de honor entre las materias
estudiadas en nuestros institutos, no sólo por la prestancia de su literatura
clásica: subrayaba Mandruzzato oportunamente cómo “hay que envidiar a los
griegos modernos e incluso, en otro sentido, a los judíos y a los indios,
cuyas lenguas madre son más generosas en dones. Séneca no es Platón, Horacio
no es Píndaro, Virgilio no es Homero (...). Pero el latín va más allá; su
imperio político ha creado también un imperio cultural muy superior al griego;
durante un milenio y medio el latín ha sido, de las dos, la primera de las
lenguas de la cultura y por suerte se pueden leer pensadores y científicos de
los siglos más recientes en un latín universal que resulta para nosotros sin
comparación más accesible que para un finlandés o un alemán”17.
Este es el verdadero motivo: quien no conoce el latín queda excluido de casi
toda la transmisión cultural europea en el curso de los siglos en todos los
campos, desde el derecho a la filosofía, de la medicina a la física, de las
ciencias naturales a la teología. De la mayor parte de las obras escritas en
un latín vivo en cuanto a léxico y fraseología, “muerto”, es decir fijado para
siempre en las formas gramaticales de la tradición clásica, en cuanto a
morfosintaxis18,
no existe traducción alguna; y quien ignora la lengua universal que,
precisamente en sus estructuras inmutables, daba garantía de eternidad y
permitía la institución de una respublica litteraria en la que
se podía dialogar al menos por escrito sincrónica y diacrónicamente rompiendo
los estrechos diques del propio tiempo y los apretados confines de la propia
nación19;
quien ignora esa lengua, decíamos, está condenado a no conocer jamás las
raíces profundas de cualquier campo de que se ocupe.
Por otro
lado, en el caso de que existieran incluso versiones en lenguas modernas de la
inmensa producción medio y neolatina, quien se acercara a ella a través de las
traducciones, me parecería semejante a aquel que, no disponiendo de la llave
de un cofre que encerrase tesoros valiosos, se conformara con ver su contenido
en fotografía; así como los partidarios, incluso a nivel ministerial, del
estudio de la literatura latina y griega en traducciones no consiguen que no
me acuerde del personaje de una famosa cancioncilla napolitana de Libero Bovio,
el cual, no teniendo dinero suficiente, sostenía que iba todos los días al
famoso restaurante Giuseppone a Mare, no para comer, sino para respirar
sus aromas.
EL MÉTODO “NATURAL”
Ya S. Agustín
alababa el método “natural”, con el que había aprendido el latín sine ullo
metu atque cruciatu, inter etiam blandimenta nutricum et ioca arridentium et
laetitias alludentium: casi como en un juego, en fin, entre quien lo
halagaba y quien bromeaba con él en medio de risas20.
Lamentaba, por otro lado, el modo odioso y coercitivo con el que se le había
enseñado la lengua griega, por la que –no de un modo diferente al de
nuestros alumnos de instituto– sentía una feroz aversión21.
Analizando de nuevo esta doble experiencia infantil suya, Agustín no sentía la
menor duda al afirmar que en cuestiones de aprendizaje tiene mayor valor la
libera curiositas de cuanto pueda tener la meticulosa necessitas.
Pero, en
realidad, el problema del método en cuanto tal comienza a plantearse con
urgente insistencia en el clima cultural y espiritual del Renacimiento.
Precisamente los humanistas, que de una parte habían favorecido una
restricción del uso del latín a un ámbito estrictamente elitista con su
insistencia en los modelos clásicos22,
consideraron urgente la exigencia de salir de los modelos puramente
gramaticales de Donato y Prisciano, para seguir el precepto horaciano de
respicere exemplar vitae y vivas hinc deducere voces23.
Erasmo escribió los Colloquia familiaria, que publicó en 1518, en
los que conducía a los jóvenes estudiantes desde unos muy simples dialoguillos
infantiles relativos al mundo cotidiano hasta discusiones más profundas y
difíciles por su contenido y por su forma sintáctico-léxica. No fue ni el
primero ni el último en emprender este camino24:
entre muchísimos otros vale la pena recordar a Poliziano, que enseñaba sus
latinajos al jovencísimo Piero de’ Medici, con frases breves, croniquillas del
día, narraciones pequeñas y muy sencillas; a Vives, autor de enorme éxito con
las Exercitationes linguae Latinae, serie de diálogos sobre todas las
situaciones de la vida cotidiana, usado en los seminarios hasta los años
cuarenta de este siglo; a Corderio que, invitado por Calvino a dirigir el
Collegium Rivense de Ginebra, escribió cuatro libros Colloquiorum
scholasticorum ad pueros in Latino sermone exercendos; a Melanchton, el
“preceptor de Alemania”, brazo derecho de Lutero, que no se cansaba de
inculcar el uso del método vivo en las escuelas; a los jesuitas; y más que
ninguno a Comenio, genial glotodidacta, que anticipó en varios siglos los que
hoy son considerados los puntos fuertes de la psicopedagogía de las lenguas:
el “realismo” y la fusión de “palabras y cosas”, la necesidad de ir más allá
de la pedantería asfixiante, el método cíclico, la vivacidad, el uso de
imágenes unidas al texto: suyo es el Orbis sensualium pictus, en el que
el vocabulario latino se enseña mediante una serie de ilustraciones, que para
su época resultaban una absoluta novedad de extraordinaria eficacia25.
También Locke recomendaba, en sus Reflexiones en torno a la educación,
enseñar el latín not by rules or art, no con reglas, sino sin otra
regla que la de su memorización y la de acostumbrarse a hablarlo (no other
rule... but his memory, and the habit of speaking26).
A este coro sobre el que hemos pasado a vuelo de pájaro no faltaron en los
siglos siguientes las voces de Goffredo Herder, de Rosmini, de Pascoli. Todos
insistiendo de la necesidad de partir de las cosas, del significado de las
palabras, del discurso, para llegar luego a la “gramática”: a pesar de todo,
el árido abstractismo filológico del siglo XIX se impuso a propuestas tan
razonables27.
LA EXPERIENCIA DEL
LICEO “CALAMANDREI” DE NÁPOLES
Confortado
por todas las consideraciones expuestas más arriba, por mi propia experiencia
personal y por la posición teórica y práctica de un muy nutrido grupo de
pedagogos de primer orden en el curso de los siglos, me hallaba firmemente
convencido de que, cambiando el método de enseñanza, se habría podido
conseguir en pocos años que los chicos, sin un esfuerzo excesivo, pero con un
poco de empeño que podía convertirse en placentero, estarían en condiciones de
comprender con soltura y sin –o con una mínima– ayuda del
diccionario textos de prosa latina clásica. Sabía por la enseñanza de las
lenguas modernas que el uso del diccionario hay que reservarlo para los
estadios más altos de la comprensión lingüística, de la profundización y de la
especialización; y por otra parte conocía los estudios sobre el vocabulario de
frecuencia latino, que me confortaban demostrando que 2000 palabras son cerca
del 90 % de todo el vocabulario que un estudiante se encontrará a lo largo de
todo su camino académico en el instituto28.
Sabía también que las lenguas se aprenden por los oídos, y no por los ojos;
tanto es así que los que tienen la desgracia de nacer sordos terminan siendo
también mudos; me daban fuerzas las experiencias, que consideraba muy válidas,
de Peckett y Munday29,
y, sobre todo, el acercamiento estructural a la lengua dirigido por Waldo
Sweet30.
Nótese bien que no se trata de “método global”, que pretende eliminar la
reflexión gramatical y reducir todo el aprendizaje lingüístico a pura
repetición mecánica: se trata solamente de aplazar el estudio de la gramática
y colocarlo como reflexión sobre la lengua, y no como normativa abstracta y
rígida. Hice algunos experimentos, partiendo de textos clásicos fáciles, de
los Evangelios, o de autores medievales: los resultados fueron discretos, pero
no tal como yo los deseaba. La dificultad principal era la misma que ya
apuntaba Comenio: las palabras y las construcciones nuevas salían de tarde en
tarde, y las repeticiones eran poco frecuentes, por lo cual, a menos de
obligar a aprender de memoria trozos significativos, vocablos y gramática no
lograban quedarse grabados en la mente de los alumnos de manera duradera31.
La situación en la que me encontraba yo frente a aquella en la que se hallaban
los humanistas era fundamentalmente la siguiente: los jóvenes de entonces
aprendían muchísimo de memoria, mientras que los míos no aceptaban de buen
grado ningún trabajo de memorización.
Descubrí por
casualidad el Curso de Latín de Cambridge32,
del que había oído decir, incluso a algunos de los mejores estudiosos de
didáctica de las lenguas clásicas, que se trataba del “único programa de
enseñanza del latín elaborado de manera coherente, y adecuado para alumnos de
13 a 16 años33”.
Me pareció de verdad un curso excepcionalmente válido: solicité entonces a mi
Directora –que se mostró extraordinariamente clarividente y abierta al
experimento– y al Consejo de Clase poder adoptar la metodología, sin modificar
por ello los objetivos previstos por los programas ministeriales.
El Curso
de Latín de Cambridge se basa en algunos puntos fundamentales: lo primero
de todo en la motivación de los alumnos al estudio de la lengua. Se
puede despertar un cierto interés con la manera de presentar el funcionamiento
de los sistemas lingüísticos y del estudio sistemático del vocabulario, que
conduce, al final del curso, al conocimiento de casi 3000 palabras, las más
frecuentes en los textos de autor. Pero la atención de los alumnos se gana
sobre todo mediante el argumento: no más frases ni frasecillas sueltas,
o como mucho trozos de algunas líneas desligados de un contexto, sino una
única historia de la familia pompeyana del personaje histórico Lucio Cecilio
Jocundo (Lucius Caecilius Iucundus), a lo largo de sus circunstancias
cotidianas y sus pequeñas aventuras, hasta la erupción del Vesubio del 79
d.C., con la cual se concluye la Unidad I, que consta de 12 capítulos (escenas
o stages); el escenario se traslada luego a Britania, donde conocemos
las condiciones de vida de los dominados y de los dominadores en una provincia
romana; e, inesperadamente, reaparece un personaje que creíamos muerto en la
catástrofe de Pompeya, pero sobre cuya suerte en realidad había quedado
pendiente una interrogación: Quinto, el joven hijo de Cecilio, que había sido
salvado por un esclavo fiel, y había andado peregrinando por el mundo, tras la
destrucción de su casa, en busca de una vida nueva. De manera que Quinto es
hospedado por Salvio (iuridicus romano en Britania, también histórico,
Gayo Salvio Liberal [Gaius Salvius Liberalis Nonius Bassus]) y por su
mujer, y conoce a Cogidubno, el rex Britannorum del que habla incluso
Tácito, y de cuyo palacio quedan restos en Fishbourne; es precisamente a quien
Quinto le cuenta los avatares de su paso por Egipto, donde se había refugiado,
tras la muerte de sus padres, en casa de un amigo. Finalmente el escenario
pasa a Roma, entre intrigas palaciegas y emocionantes aventuras privadas: una
historia no auténtica, pero sin duda verosímil, de acuerdo con la gran
tradición de la novela histórica. La última Unidad está dedicada a textos
originales (Tácito, Plinio, Virgilio, Ovidio, Catulo, Marcial), algunos
adaptados, otros, –en particular los de poesía– en versión original. El paso
de textos adaptados a textos originales se produce imperceptiblemente, de
manera que el alumno no sufre ningún trauma. Otro motivo que hace que el
Curso de Latín de Cambridge les guste mucho a los chicos es el éxito que
consiguen con su estudio: la dificultad de cada uno de los diferentes textos
–páginas y páginas de latín– está tan sabiamente calibrada, que llega a estar
siempre perfectamente equilibrada con las competencias léxicas, morfológicas y
sintácticas que el alumno poco a poco va adquiriendo de la lengua. El chico no
padece nunca frustraciones, ni mortificaciones: sabe que esfuerzo y resultados
van parejos. El curso está estructurado sobre la base de una lectura intensiva
continua hecha en alta voz por el profesor y los alumnos; éstos luego
comprenden directa e inmediatamente el texto leído –el profesor pide leer y
traducir sobre la marcha– aprenden una notable cantidad de vocablos que se
repiten deliberadamente a intervalos regulares en los textos propuestos, con
una iteración dirigida al repetita iuvant; profundizan en la
comprensión de las características culturales del mundo romano. La notas
lingüísticas se afrontan sistemáticamente cuando el docente advierte que los
alumnos están preparados para ello: el curso, en efecto, usa ejemplos que los
alumnos han encontrado ya, y cuyo significado ha sido ya desentrañado en el
contexto; anima a suscitar los comentarios por parte de los estudiantes y no
presenta preceptos sic et simpliciter como dogmas; avanza sensim
sine sensu, escalón por escalón, para evitar confusiones y comprensiones a
medias –a menos que los alumnos mismos susciten las preguntas; y, lo que es a
mi parecer el dato más importante, una vez que se ha encontrado una forma
lingüística, se ha discutido, se ha teorizado, se ha aprendido, normalmente
ésta continúa desempeñando un papel regular en la experiencia de los alumnos,
que se la siguen encontrando con llamativa frecuencia. Los ejercicios son de
lo más variado: van de los de rellenar huecos a los de elección múltiple. Una
vasta iconografía, dibujos cuadros, fotografías (especialmente en la edición
americana) completan la obra. En los Manuales del Profesor,
detalladamente pormenorizados y precisos, el enseñante se puede dejar guiar y
ayudar capítulo por capítulo, es más, me atrevería a decir, línea a línea: se
les proponen ampliaciones y bibliografía sobre cada uno de los temas tratados;
se ofrecen controles o pruebas para proponerlos a los alumnos con una
frecuencia regular. Cassettes, filminas y disquettes de ordenador completan la
obra.
Los
resultados de esta experiencia fueron asombrosos incluso para mí que había
creído en ello ciegamente. En primer lugar, y era una alegría verlos, los
chicos no sentían ninguna aversión por el latín: muchos, por el contrario, se
habían apasionado de él hasta el punto de bromear con frases en latín, de
escribir en latín, leer los textos aún no estudiados para averiguar cómo
terminaba la historia. En segundo lugar, sólo un año y medio después,
conseguían leer con la misma soltura con la que podrían leer a un Boccaccio,
por ejemplo, pasajes de Plinio el Joven o la famosa Laudatio Turiae
del Corpus Inscriptionum Latinarum, bien que con una cierta adaptación.
Además habían asimilado un patrimonio histórico y cultural de grandísima
relevancia respecto de la vida y las costumbres de los romanos.
Era un
comienzo buenísimo. Pero había que seguir adelante. El Curso de Latín de
Cambridge llevaba paradójicamente más a los muchachos a la comprensión de
un Tácito que de un Cicerón; para los ingleses, en efecto, la incondita ac
rudis vox34
del historiador de los Annales, su concisión, sus oraciones cortas,
resultan mucho más fácil que la concinnitas y el numerus del de
Arpino. La estructura de la frase compleja, la serie de subordinadas situadas
de la manera más variada en relación con la principal creo que constituye un
obstáculo difícilísimo de superar para los adolescentes británicos. Sin
embargo no debería ser así, me decía yo, para los italianos, quienes una
estructura así la encuentran en su lengua literaria.
Me dediqué
por tanto a la búsqueda de otros textos que fueran más allá del límite al que
llegaban los alumnos con el Cambridge. La búsqueda no fue larga,
porque cayó en seguida en mis manos un texto, al que considero uno de los
mejores del mercado. En Italia existía Ostia, un libro alemán adaptado
a los institutos de nuestra península por E. Coccia, pero me parecía un poco
confuso y difícil de seguir en su recorrido, y además presentaba el mismo
defecto del Cambridge, con la adición de un Cursus grammaticus
de consulta a mi entender pesado y aburrido. El Cambridge por otro lado
había hecho escuela, y eran infinitas las imitaciones, pero ninguna superior a
la original36.
Existía el Latin for Americans37,
pero no me parecía que resolviera mis problemas. Me hice con el Ad Fontes38,
un texto muy bueno, sin duda; la única pega que tenía era que estaba escrito
en finlandés. Pero enseguida, decía, me encontré analizando un curso en mi
opinión extraordiario, escrito en 1965, precursor de los métodos naturales,
editado por los Nature Method Language Institutes. En la redacción y revisión
de los volúmenes colaboraron con el autor, Hans H. Ørberg, los más grandes
filólogos y lingüistas de entonces: G. Devoto, K. Jax, S. Mariotti, R.
Schilling, E. Springhetti, L. Hjelmslev, A.D. Leeman, D. Norberg, W. Schmid,
H. Zilliacus, J.F. Latimer. El método presentaba una ventaja: estaba escrito
en latín, y no requería ninguna traducción39.
Recientemente se ha publicado una nueva edición4040.
En seguida me puse manos a la obra con renovado fervor: las líneas
fundamentales del Cambridge estaban ya presentes aquí: una historia
continua, lectura intensiva, comprensión directa, acquisición del vocabulario
(¡3500 vocablos!), asimilación lenta y continua de la morfología y la
sintaxis. La diferencia estaba, primero, en el hecho de que en este método no
había ni una sola palabra en ninguna lengua moderna, sino que todo venía
explicado en latín, incluida la gramática; en segundo lugar, a los alumnos no
sólo se les pedía que tradujeran sino que resumieran en latín, que explicaran,
que respondieran en esa lengua a preguntas de comprensión. Los ejercicios de
cada capítulo son de tres tipos: el primero se orienta al refuerzo de las
estructuras gramaticales; el segundo a la fijación del vocabulario; el tercero
a la comprensión del texto y al uso activo de la lengua. La última ventaja y
la mayor respecto a los otros métodos radica en que el texto de Ørberg, tras
dos volúmenes –reducidos a uno solo más grueso en la edición nueva– de
preparación y encarrilamiento, se pasa en seguida a los textos clásicos: y a
continuación a textos no adaptados de Eutropio, Livio; Salustio; Nepote;
Cicerón; de este último, con el que se cierra el curso, se reproduce una buena
parte del discurso De imperio Cn. Pompei y completo el Somnium
Scipionis. Toda la primera parte contribuye a proporcionar un notable
bagaje de conocimientos no sólo lingüísticos, sino también culturales sobre la
vida romana y sobre el trasfondo social de la antigüedad clásica.
Hoy mi
felicidad consiste en ver a mis cariñosísimos y queridísimos alumnos, quos
ego plus quam oculos meos diligo, leer páginas enteras de Livio o de
Cicerón sin esfuerzo, comprender el significado de ellos palabra por palabra,
saber repetir su contenido en un buen latín, superar incluso a licenciados en
Clásicas en traducir a simple vista; y, lo más importante de todo, estoy
seguro de que, cuando salgan del instituto, no se les ocurrirá ir a arrojar en
la Cloaca Maxima sus libros de latín, sino que guardarán un recuerdo
agradable, refrescado quizás por hermosas lecturas del patrimonio clásico, al
que en adelante la ianua reserata patet.
NOTAS:
1 P. Wülfing, I primi testi
d’autore nell’insegnamento del latino, en: Temi e problemi nella
didattica delle lingue classiche, Herder, Roma, 1986, p. 72.
2 cfr. G. Pittàno, Didattica
del latino, Milán, 1978.
3 E. Mandruzzato, Il piacere
del latino, A. Mondadori, Milán, 1989, p. 12.
4 G. Pascoli, Relazione al
Ministro de la Pubblica Istruzione, en: Prose, A. Mondadori, Milán,
1946, p. 591.
5 G. Pasquali, “Coniunctivitis
professoria” en LaCcultura, 15 abril 1927; ahora en G. pasquali,
Pagine stravaganti, Sansoni, Florecia, 1968, vol. 1º, p. 149.
7 G. Pascoli, op. cit., p.
591.
8 cfr. C. Fievet, Apprendre à
comprendre (Réflexions pour une pédagogie nouvelle de langues anciennes)
en: Actualités de l’Antiquité, Édtions du CNRS, 1991. Cfr también del
mismo autor, Quemadmodum usus sermonis Latini in schola viam ad legendum
planiorem brevioremque aperire possit, in: Atti del convegno
internalizionale sulla didattica del latino “Latino sì, ma non così”,
Procida-Vivara, 19-25 ottobre 1991 (en proceso de publicación por parte de la
Academia Vivarium Novum, C. da S. Vito, 5, 83048-Montella-AV)
9 E. Mandruzzato, op. cit.
p. 8.
10 T. De Mauro, Guida all’uso
delle parole, Editori Reuniti, Roma, 1989, pp. 127-128, cit. en: G. Sega y
O. Tappi, La traduzione del latino, (metodo e strumenti), La Nuova
Italia, Florencia, 1993, p. 2.
11 G. Sega y O. Tappi, op. cit.,
p. 7.
12 E. Mandruzzato, I segreti
del latino (per ritrovare quello che abbiamo dimenticato), Mondadori,
Milán, 1991, p.15
13 E. D’Anna, Recte reddenda,
Le Monnier, Firenze, 1992, versión no 53, p. 28.
14 E. Masetti y M. Pellegrinetti,
Latini scriptores, Bulgarini, Florencia, 1994, vol. 2, p. 425.
15 cfr. G. Bruno, Della causa,
principio et Uno, ed. G. Aquilecchia, Les Belles Lettres, París, 1996, p.
61.
16 Para un análisis detallado del
problema, cfr. R. Titone y E Coccia, Inseganare il latino oggi, Armano,
Roma, 1992; C. W. Valentine, Latin: its place and value in education,
univerity of Lndon Press, Londres, 1935; G.B. Pighi, Perché si insegna il
latino?, en Didattica del latino, Signorelli, Roma, 1955, pp. 7-11.
17 E. Mandruzzto, Il piacere
del latino, cit., p.15; cfr también: P. Thomas, Morceaux choisis de
prosateurs latin du Moyen Âge et des temps modernes, Gantes, 1902, VII-VIII,
cit. en: A. Adami, Le radici culturali e spirituali dell’Europa (Il latino
e il greco nella scuola secondaria superiore). Una brevísima alusión en
los programas Brocca del itinerario lingüístico: cfr. Planes de estudio de la
“scuola secondaria superiore” y programas de los trienios. Las propuestas de
la Comisión Brocca, parte segunda, vol. II, Le monnier, Florencia, 1992.
18 cfr. W. Belardi, Il latino
lingua viva o lingua morta?, Istituto di Filologia latina, Perugia, 1984.
19 cfr. P. Burke, Lunga vita
di una lingua morta - (Come e perché il latino ecclesiatico, accademico e
pragmatico sopravisse all’affermarsi del volgare), en Prometteo,
sept. 1989, pp.30-39.
20
cfr. Aug., Confessiones I, XIV, 23.
21 Ibid.: Videlicet
difficultas omnino ediscendae linguae peregrinae quasi felle aspergebat omnes
suavitates graecas fabulosarum narrationum. Nulla enim
verba illa noveram, et saevis terroribus ac poenis, ut nossem, instabatur mihi
vehementer.
22
cfr. P. Burke, cit., p. 30.
24
cfr. L. Bömer, Die shülersprechen der Humanisten, Berlín 1897/
Amsterdam 1966, passim.
25 cfr. I.A. Comenio, Opere,
(ed. de Marta Fattori, UTET, Turín, 1974. “Sensus –dice Comenio en el prefacio
del Orbis sensualium pictus- obiecta sua semper quaerunt, absentibus
illis hebescunt, taedioque sui huc illuc se vertunt; praesentibus autem
obiectis suis hilarescunt, vivescunt, et se illis affigi, donec res satis
perspecta sit, libenter patiuntur. Libellus ergo hic
ingeniis... captivandis et ad altiora studia praeparandis bonam navabit
operam”.
26
J. Locke, Thoughts Concerning Education, §§ 165-168; cfr. R. Titone y
E. Coccia, op. cit, pp. 18-19.
27 Sobre la historia del “método
naturale”, además de R. Titone y E. Coccia, op. cit., pp.16-20, véase
también: A. Fritsch, Ab Erasmo ad Asterigem (Exempla historica atque
hodierna Latine viva voce docendi), en: Vox Latina, tomo 25, 1989,
fasc. 96, pp. 173-181.
28
Cfr. G. Lodge, the Vocabulary of High School Latin,
Teachers Coll., Nueva York, 1907; G. Cauquil y J.Y. Guillaumin,
Vocabulaire de base du latin (alphabétique, fréquentiel, étymologique),
Arelab, Besançon, 1984.
39
C.W.E. Peckett y
A.R. Munday, Principia e Pseudolus noster, (a beginner’s Latin course,
Wilding & son, Shrewsbury, 1949-50.
30
W. Sweet, R.S. Craig, G. Seligson, Latin: a structural approach, The
University of Michigan Press, 1957-1966; W.Sweet, Artes Latinae Program,
Encyclopaedia Britannica Educational Corporation, Chicago (Illin.);
Bolchazy-Carducci, Wauconda, (Il.), 1985.
31
I.A. Comenio, Ianua linguarum, praef., par. 11, ed. UTET, Turín, 1974:
“Dijo bien Isaac habrecht con estas palabras: (…) “De la misma manera que
sería mucho más fácil conocer directamente todos los animales, visitando el
arca de Noé, que contiene una selección de cada especie, mejor que viajando
por toda la tierra hasta toparse por casualidad con algún animal; así también
se aprendererían mucho más fácilmente todos los vocablos de una lengua
mediante un compendio en el que se contuvieran los fundamentos de todas las
cosas, mejor escuchando, leyendo, etc., hasta uno se topa por casualidad con
las palabras”.
32
Cambridge Latin Course, Units I, IIa, Iib, IIIa, IIIb, IVa y Ivb
y sus correspondientes Teacher’s Books, CUP, Cambridge, 1983 y ss. edd.
[Existe versión española en la Universidad de Sevilla. Nota del trad.].
33
P. Wülfing, op. cit., p. 47; véase tb. pp.72-74.
35
E. Coccia, W. Siewert, W. Straube y K. Weddigen, Ostia, Armando, Roma,
1991.
36
Véase, p. ej., Ecce Romani (A Latin reading Program), Longman, N. York,
1984; M. Balme y J. Morwood, Oxford Latin Course, OUP, Oxford, 1987;
H.A. Derix, H.L. van Gessel, A. Schaafsman y J.C.Surber, Via nova,
Meulenhoff Educatief, Amsterdam, 1986.
37
D. Peet y M. Stille, Latin for Americans, Glencoe/Mc Graw-Hill, Mission
Hils, California, 1990.
38
Kallela, Paananen y palmén, Ad Fontes, Helsinki, 1991.
39
Hans H. Ørberg, Lingua Latina secundum
naturae rationem explicata, The Nature Method
Institute, Copenhague, 1965.
40 Hans H.
Ørberg, Lingua latina per se illustrata, Museum Tusculanum Press, Univ.
de Copenhague, Njalsgade 92, DK, 2300 Copenhague S., 1985-94. Pars I
Familia Romana, pp. 328; Pars II: Roma aeterna, pp. 424.
Latin-English Vocabulary, pp. 22; Indices, pp. 64; Colloquia
personarum, pp. 90; Exercitia Latina, pp. 148.