02 enero 2021

Cómo (NO) se enseña el latín

 Luigi Miraglia, "CÓMO (NO) SE ENSEÑA EL LATÍN"

Publicado en Micromega 5* (1996)

(Traducción del italiano por el profesor José Hernández Vizuete.)

Fuente: Asociación andaluza de latín y griego 

PARS DESTRVENS

“El método adoptado en los centros italianos para enseñar las lenguas clásicas es el más dificultoso y el menos productivo; es poco útil para llegar a conocer la lengua, y es menos útil aún para conocer el espíritu literario; en la base de este fracaso se encuentran dos errores de fondo: el primero, más grave y más frecuente, y por tanto del que se escuchan más lamentaciones, consiste en empezar inmediatamente con la enseñanza sistemática de la gramática para iniciarse en el conocimiento de la lengua, y en continuar luego insistiendo en ello como si en el aprendizaje de sus reglas y en el ejercicio repetitivo para aplicarlas consistiera toda la razón de ser del estudio de la lengua, o incluso la esencia misma de la lengua. El otro error, también frecuente, pero menos generalizado, consiste en ampliar, más allá de los conocimientos y necesidades propios de la enseñanza secundaria, la erudición filológica y el análisis gramatical, morfológico y sintáctico, de la palabra, de la frase, del período, de manera que la palabra per se se convierta en el objetivo principal de la instrucción lingüística”.

            Parecería la declaración subversiva de un rerum novarum studiosus, y en respuesta a ello ya se reúne el compacto coro de los laudatores temporis acti, prontos a jurar que en su época todos los estudiantes conocían a la perfección el latín y el griego, que el problema está únicamente en haber eliminado el estudio de la lengua de Roma en la Escuela Media, que luego, por otra parte, ya se sabe, estos muchachos de hoy no quieren hacer nada, que la gramática y la sintaxis son cosas serias, el gimnasio de la mente, la disciplina del análisis y de la síntesis, que sólo se llegan a dominar tras el duro ejercicio de aquel que se dedica ello horas y horas cada día. Pero por desgracia para ellos, no se trata de la declaración hecha antes de ayer por uno de los secuaces del idolum fori de la renovación. Son, bien al contrario, los resultados de la encuesta realizada por la Comisión Real para la ordenación de los estudios secundarios de Italia en el ya lejano 1909. Nada, absolutamente nada, ha cambiado desde entonces, excepto que, precisamente, la situación ha empeorado aún más, porque los ocho años de estudio del latín (¡ocho años! Cuando para aprender el japonés o el finlandés basta con cuatro, y cualquier muchacho de inteligencia media que asista al Goethe Institut aprende perfectamente el alemán en dos o tres años) se han reducido a cinco, y los chicos de hoy, como sostiene Peter Wülfing, ya no son –y no por culpa suya– “aspirantes hambrientos de cultura” que vengan “por propia voluntad a la ventanilla de la distribución del material”, sino que “nuestros bienes de información, para continuar con la metáfora económica, tienen que ser anunciados, ofrecidos, llevados a casa por publicistas y representantes externos1.” Asimismo al final del más reciente congreso sobre la didáctica de las lenguas clásicas en los países de la CEE, celebrado en 1963 –¡hace nada menos que 33 años!– se llegó a la conclusión unánime de que “el joven estudiante de latín se enfrenta a análisis y abstracciones superiores a los de su propia lengua materna. En estos estudios se desarrolla todo, como si la psicología moderna y la pedagogía experimental no existieran todavía2”.

            Hace algunos años tuve la gran suerte de asistir a una conferencia pronunciada en el Instituto Italiano para los Estudios Filosóficos de Nápoles por el nunca suficientemente llorado Luigi Firpo. Cuando nos disponemos a verificar las competencias de nuestros alumnos de instituto, decía más o menos Firpo, nos encontramos en la misma situación que un directivo de una empresa que, necesitando una secretaria que sepa inglés, publica un anuncio en el periódico. Al día siguiente se le presenta una señorita, que sostiene –avalando con documentos su declaración– haber estudiado el inglés durante cinco años, haber asistido a clases de inglés unas cinco horas a la semana, y haber estudiado esa lengua en casa una hora durante todos esos años. El industrial, contentísimo, está seguro de haber encontrado una experta, que domina realmente el londinense como su propia lengua materna. Así que, sólo por el gusto de escuchar la pronunciación británica, que imagina perfecta, le pide a la simpática señorita que hable un poco en inglés. Aquella, por toda respuesta, indignada, lo mira como a un bicho raro, y con cierto aire de irritación sostiene resueltamente que ella no ha oído jamás decir, en sus cinco años de estudio, que se pueda llegar al nivel de poder hablar un buen inglés, si uno no ha nacido en Inglaterra. “Perdóneme, señorita –replica el potencial patrono– ¿pero si estuviese aquí un inglés para hablar con nosotros, usted podría hacerme de intérprete y traducirme sus palabras?” “¡Ni lo sueñe! ¿Pero no se da cuenta que sus exigencias son inverosímiles?” “¿Sabe escribir cartas en inglés?” “¡En absoluto! Sería una operación incorrecta, que daría lugar a una lengua artificial, tachada de extraña por los hablantes nativos.” “¿Pero sabrá por lo menos leerme un texto en inglés?” “¡No, no y no! La traducción es un trabajo exigente, difícil, que requiere ponderación, análisis de cada palabra, atención detallada y una revisión minuciosa...” “Bueno, en fin, señorita, ¿me quiere decir que es lo que sabe hacer usted?” “Lo que me han enseñado: si usted me da un texto de una decena –un docena como máximo– de líneas y no excesivamente difícil, me concede al menos un par de horas, me proporciona un buen diccionario en el que haya un considerable número de ejemplos, entre los cuales yo pueda encontrar al menos un par de frases para traducir directamente, y tiene la suficiente tolerancia para aceptar tres o cuatro errorcetes, estaré en disposición de traducirle el texto. ¡En nuestra escuela eso era lo que se entendía por ‘saber inglés’!”

Esta anécdota, narrada con la incisiva lucidez que caracterizaba la lengua de Firpo, se me ha quedado grabada en la mente de manera indeleble. La señorita habría quizás podido añadir que era capaz de indicar cada uno de los complementos y de las proposiciones contenidas en texto que se le proponía. Porque, como sostiene Mandruzzato, “el estudiante se comportará en el mundo clásico como el extranjero que supiera muchas reglas que los italianos ignoran y prácticamente ninguna palabra de italiano, y no pidiera pane, sino un sustantivo terminado en –e con el plural en –i3”.

            Y que no parezca una exageración: el fango de una gramática imbécil, como la llamaba Giambattista Pighi, uno de los más grandes latinistas de este siglo, el análisis lógico grosero y torpe que lamentaba Pasquali se extiende todavía, como en los tiempos de Pascoli, “como una sombra sobre las flores del pensamiento antiguo y las pone mustias4”.

            ¿Cómo se sigue estudiando todavía el latín? Se parte de la morfología, tras haber perdido un par de semanas explicando (?) el alfabeto, la pronunciación (generalmente sin ninguna alusión a la clásica, che, volentibus nolentibus nobis, ha sido adoptada por la casi totalidad de los europeos), y las reglas del acento (que se basan fundamentalmente en la cantidad de la penúltima sílaba: pero como docentes y discentes corrientemente no saben si esta es larga o breve, los errores en la lectura, perpetrados en todos los niveles, desde el instituto a la universidad, siguen horrorizando a quien tenga un mínimo de oído entrenado en la escucha de la lengua pronunciada correctamente); se comienza a estudiar así, ex abrupto, el sistema de los casos, como si se tratase de la cosa más fácil del mundo, y se estudian todos a la vez; es más, a decir verdad se estudian incluso los casos inexistentes, como el vocativo, que podría muy bien ser considerado una excepción de la segunda declinación. Tras aprender de memoria la primera declinación –esa cosa extraña, de la que el muchacho no había escuchado jamás hablar antes, y que le resulta completamente ajena– se le dan seis, siete, diez como máximo de gran interés por su contenido, como por ejemplo “Las esclavas llevan rosas y violetas a los altares de Diana y de Atenea”, o bien “La sabiduría y la laboriosidad de los habitantes son la gloria de Gracia”, sin relación de ninguna clase entre ellas, luego se pasa a estudiar las “excepciones”, y vamos con la segunda declinación; mismo procedimiento; tercer capítulo: “De los adjetivos de la primera clase, o cómo aprender a confundirse declinando en horizontal lo que se ha aprendido hasta ahora en vertical”; cuarto capítulo: “La tercera declinación, o cómo hacer difícil lo fácil”. En este punto el muchacho se ha rendido ya, y se ha convencido de que el latín no ha sido nunca una lengua: se trata de un mero ejercicio sin sentido, desesperante y frustrante, en el que uno pasa horas y horas aprendiendo de memoria esquemas y cuadros gramaticales, para jugar después a un rompecabezas propio de la revista Settimana Enigmistica*, con la leve diferencia de que, si no se llega a resolver la charada, te plantan un insuficiente y la patente de torpe en cuya distribución el enseñante no da muestras de tacañería. Se considera inteligentes y agudos a aquellos alumnos bien preparados que aprenden de memoria que ravis, ravis significa “ronquera” y termina en –im en acusativo y en –i en ablativo, o buris, buris “la mancera (del arado)”, y así una retahíla de nombres que no volverá a encontrarse jamás más que en su librito de ejercicios; y son tildados de profundos aquellos que se fascinan con una lengua que se les presenta mediante la traducción de frases como aquella que nos comunica la interesantísima información de que “los yernos ararán las tierras de los suegros”, y cosas por el estilo.

            Cuando se pasa a la sintaxis –como si, por otro lado, existiera realmente la posibilidad de escindir la morfología de la sintaxis– la situación empeora irremediablemente. El muchacho aprende, una tras otra, construcciones, listas de verbos, estructuras, maneras de formar las proposiciones, que va olvidando con la misma regularidad, en el mejor de los casos a la semana siguiente, porque, excepto en las pocas frases (de seis a diez) que se le asignen para casa  en esta ocasión, ya no tendrá la oportunidad de encontrar ningún otro ejemplo de lo mismo, si no es por pura casualidad y transcurrido demasiado tiempo. Aprende un montón de cosas inútiles para la comprensión del texto, y que sólo le servirían para las ya –menos mal– desaparecidas traducciones del italiano al latín (“cómo se traduce el verbo fare seguido de infinitivo”; “verbos fraseológicos que se suprimen en latín”, “cómo se pasa a latín la idea del futuro perfecto en una proposición subordinada”, etc.), comienza a infectarse de aquella coniunctiitis professoria que, como decía Pasquali, hace estragos entre los docentes italianos “más que si se tratara del tracoma en las más sucias aldeas árabes5” y tiene como consecuencia “que Cicerón en Italia no sería capaz quizás de aprobar la maturità classica6”. El resultado de todo este proceso didáctico re reduce a que al chico no le queda nada de la enseñanza del latín –y mucho menos del griego, donde los desastres son aún peores– excepto un odio feroz y vatiniano contra una disciplina que lo ha atormentado durante años sin haber podido jamás disfrutar del placer de leer correctamente una página no ya de Cicerón, sino ni siquiera del banalísimo Eutropio. Imaginemos qué sucedería en un conservatorio cualquiera, si durante años y años se estudiara sólo solfeo y teoría musical, y no se tuviera nunca la ocasión de escuchar un fragmento de Bach, de Beethoven, de Mozart, de Vivaldi: piénsese en qué amor se podría infundir en los jóvenes aspirantes a músicos, si se les prohibiese sin más ni más reproducir, tocándolas, las obras clásicas, o si se eliminase completamente la cátedra de Composición Musical. No hay duda de que obtendríamos el mismo resultado que se alcanza cada día en nuestras clases de latín: repugnancia, odio, aversión por la materia ante la puerta de acceso al santuario de la cual, como decía Bally, se ha desparramado una impresionante cantidad de trampas, de fosos, de barreras, y cada línea de cuyo estudio “ocultaba una trampa gramatical y costó un esfuerzo y provocó un bostezo7”.

            Paradójicamente sucede que aquellos que no han tenido jamás la desgracia de estudiar latín en nuestros institutos gozan de una gran ventaja respecto a quienes han padecido durante cinco años el tormento gramatical de la escuela. Este dato desconcertante y desmoralizante, que he tenido ocasión de verificar yo mismo muchas veces, me ha sido confirmado ampliamente por varias experiencias efectuadas por otros en el ámbito extraescolar o en el universitario. Resulta ejemplar entre todas ellas la experimentación didáctica llevada a cabo por la Universidad de Pau, en la Francia meridional –donde la situación se diferencia poco de la italiana– dirigida por el Prof. Claude Fievet: transcurridos unos pocos meses de curso los alumnos que no habían estudiado latín en el instituto demostraban unas competencias lingüísticas y una capacidad de comprensión de los textos netamente superior a la de aquellos que habían estudiado la lengua de Roma con métodos tradicionales8. Muchas son las causas que pueden explicar este fenómeno, que a nuestro entender demuestra la absoluta inadecuación de las estrategias didácticas usadas actualmente en nuestros liceos por una grandísima mayoría de los enseñantes. La primera de ellas es un mayor interés –que se traduce pronto en amor– hacia una lengua  a la que se considera portadora de valores universales, paladina de contenidos culturales, llave de acceso a tesoros sin fin, comenzando por los códices antiguos y terminando en las enigmáticas estelas que cubren nuestras ciudades casi por todas partes, y a las que se imagina como reveladoras de arcana sabiduría. En el imaginario colectivo, en efecto, no ha perdido todavía su embeleso de lengua de la sabiduría y de la ciencia europea: papel que ha desempeñado efectivamente en los siglos que van desde el final del Imperio Romano hasta la afirmación de los espíritus nacionalistas con el Romanticismo. En segundo lugar, quien no ha sufrido el alud pútrido de preceptos morfológicos y sintácticos que sumerge y sofoca a nuestros estudiantes de instituto tiene una mayor facilidad para aprender latín como lengua, al tratar sin más de comprender el significado de los textos que se le ponen ante la vista, sin atormentarse demasiado preguntándose constantemente por las “reglas” y por las “excepciones” correspondientes en cuyo bosque hay que desenvolverse: quien ha seguido normalmente los estudios del instituto, ante un pasaje como His rebus constitutis, Caesar maturat ab Vrbe proficisci, no sabe decir más que en el primer miembro se trata de un “ablativo absoluto” que con el participio pasado se puede construir sólo con los verbos deponentes intransitivos y con los transitivos activos, y, quizás, que proficisci es un verbo deponente usado aquí en infinitivo. Por el contrario, el que no ha sufrido jamás esta deformación mental, según la cual todo es regla gramatical y nada más, tratará de comprender el sentido de la oración en su conjunto, y captará que César se marcha con una cierta prisa de Roma, tras haber tomado ciertas decisiones. Un último factor que influye no poco en éxito en el aprendizaje de la lengua de quien no la ha estudiado nunca en el instituto es por supuesto un miedo menor a equivocarse, a cometer el “error” al que la cultura escolar confiere el valor sacro y sobrenatural del tremendum. “Se podría decir que en Italia solamente se es calvinista en lo que se refiere a las lenguas clásicas –escribe también Madruzzato–. No se valora al estudiante por lo que sabe, sino que se lo desprecia por lo que no sabe; y, a pesar del método con que ha estudiado, sabe a menudo mucho9”.

            Ante esta dolorosa situación, las actitudes adoptadas por los que se ocupan de la didáctica, incluso a nivel directivo, son a menudo desconcertantes. En efecto, de una parte, se continúa insistiendo en la necesidad de formar a los alumnos para que dominen de la mejor manera posible el arte de la traducción. Es más, hay quienes sostienen que es precisamente en la consecución de esta téchne donde radicaría toda la utilidad de la enseñanza del latín, que asume de este modo el mero valor instrumental de un ejercicio encaminado a profundizar en los conocimientos y a mejorar las competencias de la propia lengua materna, porque “el traductor pone a prueba la que debe ser su mejor destreza: el conocimiento del vocabulario y de la sintaxis de la lengua de destino10”. Ahora bien, si por un lado se nos pregunta por qué esforzarse precisamente en una traducción del latín y no de una cualquiera de las lenguas modernas, tal vez más útiles con fines pragmáticos –no considerando nosotros suficiente la justificación según la cual “en el caso del latín el mundo de los otros es aquel en el que se hunden muchas raíces del propio” y por tanto se tendría solamente “un factor de utilidad cognoscitiva más” respecto a las otras lenguas11–  por el otro, nos quedamos pasmados al descubrir que se suele sostener bastante a las claras que la finalidad de la enseñanza del latín no es en absoluto aprender a leer y comprender la lengua de Roma y de la cultura europea, sino casi exclusivamente la de perfeccionar el propio conocimiento del italiano: y ello no a través de una profundización histórica del núcleo semántico de las palabras y de la estructura sintáctica del discurso, sino mediante la buena traslación del pensamiento desde la lengua de partida a la de llegada, que cualquier traducción comporta necesariamente.

Por otro lado, hay no obstante que considerar que lo que los muchachos hacen en nuestros centros hasta hoy no es en absoluto un ejercicio de traducción. Se parece más bien a una operación fatigosa y probabilística de desciframiento, semejante a la de Champollion cuando trataba de leer los jeroglíficos de la Piedra de Rossetta. “El estudiante, el único desdichado para el que el latín es una obligación, tiene su gran prueba en la traducción en clase. Es el día del diccionario (...) Durante toda la prueba se ve compelido frenéticamente. Gran parte del tiempo no la dedica a la docena de líneas del texto propuesto, sino a la malversación del diccionario, ya hojeándolo febrilmente, ya examinando las densísimas columnitas de vanas sugerencias. ¿Qué busca sobre todo en éste el estudiante? Busca la “frase”. Y a veces la encuentra, exultante, pero por lo general debe contentarse con sucedáneos  traidores. Los ejemplos, traducidos de antemano y confusamente, lo dejan perplejo. No piensa que la verdadera frase, el ejemplo más en consonancia con el contexto, es precisamente aquel que tiene delante de los ojos, en el texto que está traduciendo12”.En realidad, si es verdad, como lo es, que, según la definición de Martinet, la traducción es siempre un acto de reflexión de las frases de la proposición entera, que de una lengua A es vehiculada y trasvasada, una vez reformulada, a la lengua B, nuestros alumnos realizan una operación absurda, que en una buena mayoría de los casos no tiene ningún derecho a que se la llame “traducción”. En efecto éstos deberían comprender antes de traducir: inverosímilmente, por el contrario, casi todos, y casi siempre, traducen para comprender, y no comprenden para traducir. ¿Cuál es el motivo de esta deformación? La absoluta ignorancia del léxico, debido a la cual el chico no sabe colocar las palabras en el contexto, porque, no conociendo en la práctica ningún vocablo y presa del sacro terror de los “falsos amigos” infundido sin parar por sus profesores, no tiene absolutamente idea alguna del mosaico dentro del cual colocar su tesela. De las monstruosidades que se derivan de semejante absurdo y estúpido ejercicio parecen jactarse los profesores, sacando a colación en las conversaciones entre amigos el muestrario personal de las frases sin sentido y de los errores cometidos por los propios alumnos.

La situación, por la que estamos emitiendo estos lamentos sólo para poder proponer una posible solución, ha golpeado ya en un círculo vicioso a muchas generaciones, hasta el punto de tener nosotros hoy que constatar con dolor que la ignorancia del latín se ha extendido, como una balsa de aceite, por todos los niveles, y que en nuestros libros de texto están presentes gravísimas faltas; errores –y ahora sí auténticamente errores– cometidos imperdonablemente por quienes deberían enseñar el latín. Entre el infinito número del que se podrían sacar ejemplos, me quedo sólo con estos dos: el primero tomado de un texto para el bienio, en el que se proponen versiones plagadas de frases de este tipo: qui sine peccato est, primam lapidem in illam mittebit13, corrección poco afortunada del evangélico primus in illam lapidem mittat, propuesta a los muchachos que no han “estudiado” aún el subjuntivo. El segundo ejemplo lo tomo de una antología de clásicos muy difundida, que recrea la frase de la carta XXVIII de Séneca, en la que el filósofo romano, exhortando a Lucilio al cosmopolitismo, dice: quod –esto es, el hecho de no haber nacido para quedarse en un solo rinconcillo, sino para considerar a todo el mundo como la propia patria– si liqueret tibi, non admirareris nihil adiuvari te regionum varietatibus, in quas subinde priorum taedio migras; prima enim quaeque placuisset, si omnem tuam crederes”. Tal expresión, que quiere decir simplemente que al joven Lucilio, una vez comprendido el valor de ser ciudadano del mundo, le agradaría la primera tierra que hubiera encontrado, si hubiera pensado que cada región podía ser considerada como suya, es traducida escandalosamente por los autores del texto en una nota, y propuesta a los alumnos en estos términos: “la primera (visitada) en efecto te agradaría, si tú la consideraras tu patria” (omnem tuam = liter. toda tuya14). Escandalosa, lo repetimos, nos parece esta traducción, no solo por motivos gramaticales –incluso los pequeños de “quarto ginnasio” saben que, no obstante el cesariano Gallia omnis y de sus imitaciones, en el noventa por ciento de los casos omnis se distingue de totus y universus precisamente por el hecho de que el primero indica un todo fraccionado, mientras los segundos significan un todo completo: omnis vir = ‘todo hombre’, cada hombre; totus vir = ‘el hombre todo/completo’– pero también y sobre todo por el equívoco del pensamiento, que parece casi atribuir a Séneca un deseo hegemónico sobre el territorio de residencia, y no refleja ya el espléndido concepto según el cual para el verdadero filósofo cualquier lugar es su patria15.

            De cualquier modo, en la mayor parte de los casos, incluso a nivel programático, parece que se nos está orientando a dare manus victas, respecto al problema lingüístico –en el sentido de que son también pocos, rarae aves in terris, los que creen que los alumnos puedan aprender a leer y a comprender con soltura los textos clásicos, al menos en prosa– para lanzarse todos al estudio de la “civilización”, dando de lado al aprendizaje del latín a favor de aquellas disciplinas que los anglosajones llaman Classics, en las que se considera a la lengua un instrumento subsidiario de no excesiva importancia, bastando para conseguir este objetivo el uso de las mejores traducciones, como mucho con el texto original al lado. Ésta parece ser, leyendo entre líneas, la orientación de las formulaciones más recientes de los programas Brocca.

 

¿PARA QUÉ SIRVE EL LATÍN?

            Se puede comenzar a formular un proyecto didáctico, en el caso en que se tenga bien clara delante de uno la meta a la que se quiere llegar al término del proceso. Esta meta está condicionada naturalmente por la cuestión fundamental relativa a la utilidad de la disciplina cuyo estudio se emprende, o, mejor aún, a por qué se debe estudiar una determinada materia. En el caso del latín se ha abierto una vexata quaestio que ha visto poner sobre la mesa las justificaciones más inverosímiles. Ya antes hemos analizado algunas; otras tritae opiniones son aquellas que quieren que el latín sea un ejercicio de lógica, una gimnasia mental, que mejora la comprensión del propio idioma, de la gramática, facilita el aprendizaje de las lenguas romances, surte de conocimientos históricos, contribuye a la adquisición de métodos y principios, es imprescindible para leer los tesoros de la literatura latina clásica, que es la base de nuestra civilización16. Todos, unos más, otros menos, resultan motivos más bien válidos, aunque ninguno por sí solo puede constituir la razón de la persistencia de una enseñanza que en los institutos italianos ocupa unas 4 o 5 horas semanales de clase. El argumento más débil es aquel que consideraría al latín un instrumento único para el refuerzo de las capacidades lógicas, cuando no sólo otras lenguas modernas –el alemán, por ejemplo– podría surtir el mismo efecto, sino que, en el caso de que fuera ésta la finalidad de su enseñanza, se podrían sustituir las horas de latín con horas de lógica formal o de lógica matemática. Más convincente nos parece la argumentación de quienes sostienen que, no teniendo ninguna finalidad práctica, el latín enseña a los muchachos el valor del otium entendido a la manera clásica como scholé, o sea como estudio que posee en sí mismo los motivos de su pervivencia, sin estar subordinado a una ulterior finalidad pragmático-utilitarista. Pero incluso en este caso, si alguien dijera con elegancia que el latín “no sirve para nada: como Mozart”, se le podría preguntar para qué estudiar la lengua “muerta” de Roma, en lugar de modulaciones sinfónicas llenas de armonía.

Raramente, y jamás desde las sedes institucionales, se escucha formular la que resulta la explicación más obvia: al latín se le ha reservado un puesto de honor entre las materias estudiadas en nuestros institutos, no sólo por la prestancia de su literatura clásica: subrayaba Mandruzzato oportunamente cómo “hay que envidiar a los griegos modernos e incluso, en otro sentido, a los judíos y a los indios, cuyas lenguas madre son más generosas en dones. Séneca no es Platón, Horacio no es Píndaro, Virgilio no es Homero (...). Pero el latín va más allá; su imperio político ha creado también un imperio cultural muy superior al griego; durante un milenio y medio el latín ha sido, de las dos, la primera de las lenguas de la cultura y por suerte se pueden leer pensadores y científicos de los siglos más recientes en un latín universal que resulta para nosotros sin comparación más accesible que para un finlandés o un alemán17. Este es el verdadero motivo: quien no conoce el latín queda excluido de casi toda la transmisión cultural europea en el curso de los siglos en todos los campos, desde el derecho a la filosofía, de la medicina a la física, de las ciencias naturales a la teología. De la mayor parte de las obras escritas en un latín vivo en cuanto a léxico y fraseología, “muerto”, es decir fijado para siempre en las formas gramaticales de la tradición clásica, en cuanto a morfosintaxis18, no existe traducción alguna; y quien ignora la lengua universal que, precisamente en sus estructuras inmutables, daba garantía de eternidad y permitía la institución de una respublica litteraria en la que se podía dialogar al menos por escrito sincrónica y diacrónicamente rompiendo los estrechos diques del propio tiempo y los apretados confines de la propia nación19; quien ignora esa lengua, decíamos, está condenado a no conocer jamás las raíces profundas de cualquier campo de que se ocupe.

            Por otro lado, en el caso de que existieran incluso versiones en lenguas modernas de la inmensa producción medio y neolatina, quien se acercara a ella a través de las traducciones, me parecería semejante a aquel que, no disponiendo de la llave de un cofre que encerrase tesoros valiosos, se conformara con ver su contenido en fotografía; así como los partidarios, incluso a nivel ministerial, del estudio de la literatura latina y griega en traducciones no consiguen que no me acuerde del personaje de una famosa cancioncilla napolitana de Libero Bovio, el cual, no teniendo dinero suficiente, sostenía que iba todos los días al famoso restaurante Giuseppone a Mare, no para comer, sino para respirar sus aromas.

 

EL MÉTODO “NATURAL”

            Ya S. Agustín alababa el método “natural”, con el que había aprendido el latín sine ullo metu atque cruciatu, inter etiam blandimenta nutricum et ioca arridentium et laetitias alludentium: casi como en un juego, en fin, entre quien lo halagaba y quien bromeaba con él en medio de risas20. Lamentaba, por otro lado, el modo odioso y coercitivo con el que se le había enseñado la lengua griega, por la que   –no de un modo diferente al de nuestros alumnos de instituto– sentía una feroz aversión21. Analizando de nuevo esta doble experiencia infantil suya, Agustín no sentía la menor duda al afirmar que en cuestiones de aprendizaje tiene mayor valor la libera curiositas de cuanto pueda tener la meticulosa necessitas.

            Pero, en realidad, el problema del método en cuanto tal comienza a plantearse con urgente insistencia en el clima cultural y espiritual del Renacimiento. Precisamente los humanistas, que de una parte habían favorecido una restricción del uso del latín a un ámbito estrictamente elitista con su insistencia en los modelos clásicos22, consideraron urgente la exigencia de salir de los modelos puramente gramaticales de Donato y Prisciano, para seguir el precepto horaciano de respicere exemplar vitae y vivas hinc deducere voces23. Erasmo escribió los Colloquia familiaria, que publicó en 1518, en los que conducía a los jóvenes estudiantes desde unos muy simples dialoguillos infantiles relativos al mundo cotidiano hasta discusiones más profundas y difíciles por su contenido y por su forma sintáctico-léxica. No fue ni el primero ni el último en emprender este camino24: entre muchísimos otros vale la pena recordar a Poliziano, que enseñaba sus latinajos al jovencísimo Piero de’ Medici, con frases breves, croniquillas del día, narraciones pequeñas y muy sencillas; a Vives, autor de enorme éxito con las Exercitationes linguae Latinae, serie de diálogos sobre todas las situaciones de la vida cotidiana, usado en los seminarios hasta los años cuarenta de este siglo; a Corderio que, invitado por Calvino a dirigir el Collegium Rivense de Ginebra, escribió cuatro libros Colloquiorum scholasticorum ad pueros in Latino sermone exercendos; a Melanchton, el “preceptor de Alemania”, brazo derecho de Lutero, que no se cansaba de inculcar el uso del método vivo en las escuelas; a los jesuitas; y más que ninguno a Comenio, genial glotodidacta, que anticipó en varios siglos los que hoy son considerados los puntos fuertes de la psicopedagogía de las lenguas: el “realismo” y la fusión de “palabras y cosas”, la necesidad de ir más allá de la pedantería asfixiante, el método cíclico, la vivacidad, el uso de imágenes unidas al texto: suyo es el Orbis sensualium pictus, en el que el vocabulario latino se enseña mediante una serie de ilustraciones, que para su época resultaban una absoluta novedad de extraordinaria eficacia25. También Locke recomendaba, en sus Reflexiones en torno a la educación, enseñar el latín not by rules or art, no con reglas, sino sin otra regla que la de su memorización y la de acostumbrarse a hablarlo (no other rule... but his memory, and the habit of speaking26). A este coro sobre el que hemos pasado a vuelo de pájaro no faltaron en los siglos siguientes las voces de Goffredo Herder, de Rosmini, de Pascoli. Todos insistiendo de la necesidad de partir de las cosas, del significado de las palabras, del discurso, para llegar luego a la “gramática”:  a pesar de todo, el árido abstractismo filológico del siglo XIX se impuso a propuestas tan razonables27.

 

LA EXPERIENCIA DEL LICEO “CALAMANDREI” DE NÁPOLES

            Confortado por todas las consideraciones expuestas más arriba, por mi propia experiencia personal y por la posición teórica y práctica de un muy nutrido grupo de pedagogos de primer orden en el curso de los siglos, me hallaba firmemente convencido de que, cambiando el método de enseñanza, se habría podido conseguir en pocos años que los chicos, sin un esfuerzo excesivo, pero con un poco de empeño que podía convertirse en placentero, estarían en condiciones de comprender con soltura y sin    –o con una mínima– ayuda del diccionario textos de prosa latina clásica. Sabía por la enseñanza de las lenguas modernas que el uso del diccionario hay que reservarlo para los estadios más altos de la comprensión lingüística, de la profundización y de la especialización; y por otra parte conocía los estudios sobre el vocabulario de frecuencia latino, que me confortaban demostrando que 2000 palabras son cerca del 90 % de todo el vocabulario que un estudiante se encontrará a lo largo de todo su camino académico en el instituto28. Sabía también que las lenguas se aprenden por los oídos, y no por los ojos;  tanto es así que los que tienen la desgracia de nacer sordos terminan siendo también mudos; me daban fuerzas las experiencias, que consideraba muy válidas, de Peckett y Munday29, y, sobre todo, el acercamiento estructural a la lengua dirigido por Waldo Sweet30. Nótese bien que no se trata de “método global”, que pretende eliminar la reflexión gramatical y reducir todo el aprendizaje lingüístico a pura repetición mecánica: se trata solamente de aplazar el estudio de la gramática y colocarlo como reflexión sobre la lengua, y no como normativa abstracta y rígida. Hice algunos experimentos, partiendo de textos clásicos fáciles, de los Evangelios, o de autores medievales: los resultados fueron discretos, pero no tal como yo los deseaba. La dificultad principal era la misma que ya apuntaba Comenio: las palabras y las construcciones nuevas salían de tarde en tarde, y las repeticiones eran poco frecuentes, por lo cual, a menos de obligar a aprender de memoria trozos significativos, vocablos y gramática no lograban quedarse grabados en la mente de los alumnos de manera duradera31. La situación en la que me encontraba yo frente a aquella en la que se hallaban los humanistas era fundamentalmente la siguiente: los jóvenes de entonces aprendían muchísimo de memoria, mientras que los míos no aceptaban de buen grado ningún trabajo de memorización.

            Descubrí por casualidad el Curso de Latín de Cambridge32, del que había oído decir, incluso a algunos de los mejores estudiosos de didáctica de las lenguas clásicas, que se trataba del “único programa de enseñanza del latín elaborado de manera coherente, y adecuado para alumnos de 13 a 16 años33”. Me pareció de verdad un curso excepcionalmente válido: solicité entonces a mi Directora –que se mostró extraordinariamente clarividente y abierta al experimento– y al Consejo de Clase poder adoptar la metodología, sin modificar por ello los objetivos previstos por los programas ministeriales.

            El Curso de Latín de Cambridge se basa en algunos puntos fundamentales: lo primero de todo en la motivación de los alumnos al estudio de la lengua. Se puede despertar un cierto interés con la manera de presentar el funcionamiento de los sistemas lingüísticos y del estudio sistemático del vocabulario, que conduce, al final del curso, al conocimiento de casi 3000 palabras, las más frecuentes en los textos de autor. Pero la atención de los alumnos se gana sobre todo mediante el argumento: no más frases ni frasecillas sueltas, o como mucho trozos de algunas líneas desligados de un contexto, sino una única historia de la familia pompeyana del personaje histórico Lucio Cecilio Jocundo (Lucius Caecilius Iucundus), a lo largo de sus circunstancias cotidianas y sus pequeñas aventuras, hasta la erupción del Vesubio del 79 d.C., con la cual se concluye la Unidad I, que consta de 12 capítulos (escenas o stages); el escenario se traslada luego a Britania, donde conocemos las condiciones de vida de los dominados y de los dominadores en una provincia romana; e, inesperadamente, reaparece un personaje que creíamos muerto en la catástrofe de Pompeya, pero sobre cuya suerte en realidad había quedado pendiente una interrogación: Quinto, el joven hijo de Cecilio, que había sido salvado por un esclavo fiel, y había andado peregrinando por el mundo, tras la destrucción de su casa, en busca de una vida nueva. De manera que Quinto es hospedado por Salvio (iuridicus romano en Britania, también histórico, Gayo Salvio Liberal [Gaius Salvius Liberalis Nonius Bassus]) y por su mujer, y conoce a Cogidubno, el rex Britannorum del que habla incluso Tácito, y de cuyo palacio quedan restos en Fishbourne; es precisamente a quien Quinto le cuenta los avatares de su paso por Egipto, donde se había refugiado, tras la muerte de sus padres, en casa de un amigo. Finalmente el escenario pasa a Roma, entre intrigas palaciegas y emocionantes aventuras privadas: una historia no auténtica, pero sin duda verosímil, de acuerdo con la gran tradición de la novela histórica. La última Unidad está dedicada a textos originales (Tácito, Plinio, Virgilio, Ovidio, Catulo, Marcial), algunos adaptados, otros, –en particular los de poesía– en versión original. El paso de textos adaptados a textos originales se produce imperceptiblemente, de manera que el alumno no sufre ningún trauma. Otro motivo que hace que el Curso de Latín de Cambridge les guste mucho a los chicos es el éxito que consiguen con su estudio: la dificultad de cada uno de los diferentes textos –páginas y páginas de latín– está tan sabiamente calibrada, que llega a estar siempre perfectamente equilibrada con las competencias léxicas, morfológicas y sintácticas que el alumno poco a poco va adquiriendo de la lengua. El chico no padece nunca frustraciones, ni mortificaciones: sabe que esfuerzo y resultados van parejos. El curso está estructurado sobre la base de una lectura intensiva continua hecha en alta voz por el profesor y los alumnos; éstos luego comprenden directa e inmediatamente el texto leído  –el profesor pide leer y traducir sobre la marcha– aprenden una notable cantidad de vocablos que se repiten deliberadamente a intervalos regulares en los textos propuestos, con una iteración dirigida al repetita iuvant; profundizan en la  comprensión de las características culturales del mundo romano. La notas lingüísticas se afrontan sistemáticamente cuando el docente advierte que los alumnos están preparados para ello: el curso, en efecto, usa ejemplos que los alumnos han encontrado ya, y cuyo significado ha sido ya desentrañado en el contexto; anima a suscitar los comentarios  por parte de los estudiantes y no presenta preceptos sic et simpliciter como dogmas; avanza sensim sine sensu, escalón por escalón, para evitar confusiones y comprensiones a medias –a menos que los alumnos mismos susciten las preguntas; y, lo que es a mi parecer el dato más importante, una vez que se ha encontrado una forma lingüística, se ha discutido, se ha teorizado, se ha aprendido, normalmente ésta continúa desempeñando un papel regular en la experiencia de los alumnos, que se la siguen encontrando con llamativa frecuencia. Los ejercicios son de lo más variado: van de los de rellenar huecos a los de elección múltiple. Una vasta iconografía, dibujos cuadros, fotografías (especialmente en la edición americana) completan la obra. En los Manuales del Profesor, detalladamente pormenorizados y precisos, el enseñante se puede dejar guiar y ayudar capítulo por capítulo, es más, me atrevería a decir, línea a línea: se les proponen ampliaciones y bibliografía sobre cada uno de los temas tratados; se ofrecen controles o pruebas para proponerlos a los alumnos con una frecuencia regular. Cassettes, filminas y disquettes de ordenador completan la obra.

            Los resultados de esta experiencia fueron asombrosos incluso para mí que había creído en ello ciegamente. En primer lugar, y era una alegría verlos, los chicos no sentían ninguna aversión por el latín: muchos, por el contrario, se habían apasionado de él hasta el punto de bromear con frases en latín, de escribir en latín, leer los textos aún no estudiados para averiguar cómo terminaba la historia. En segundo lugar, sólo un año y medio después, conseguían leer con la misma soltura con la que podrían leer a un Boccaccio, por ejemplo, pasajes de Plinio el Joven o la famosa Laudatio Turiae del Corpus Inscriptionum Latinarum, bien que con una cierta adaptación. Además habían asimilado un patrimonio histórico y cultural de grandísima relevancia respecto de la vida y las costumbres de los romanos.

            Era un comienzo buenísimo. Pero había que seguir adelante. El Curso de Latín de Cambridge llevaba paradójicamente más a los muchachos a la comprensión de un Tácito que de un Cicerón; para los ingleses, en efecto, la incondita ac rudis vox34 del historiador de los Annales, su concisión, sus oraciones cortas, resultan mucho más fácil que la concinnitas y el numerus del de Arpino. La estructura de la frase compleja, la serie de subordinadas situadas de la manera más variada en relación con la principal creo que constituye un obstáculo difícilísimo de superar para los adolescentes británicos. Sin embargo no debería ser así, me decía yo, para los italianos, quienes una estructura así la encuentran en su lengua literaria.

            Me dediqué por tanto a la búsqueda de otros textos que fueran más allá del límite al que llegaban los alumnos con el Cambridge. La búsqueda no fue larga, porque cayó en seguida en mis manos un texto, al que considero uno de los mejores del mercado. En Italia existía Ostia, un libro alemán adaptado a los institutos de nuestra península por E. Coccia, pero me parecía un poco confuso y difícil de seguir en su recorrido, y además presentaba el mismo defecto del Cambridge, con la adición de un Cursus grammaticus de consulta a mi entender pesado y aburrido. El Cambridge por otro lado había hecho escuela, y eran infinitas las imitaciones, pero ninguna superior a la original36. Existía el Latin for Americans37, pero no me parecía que resolviera mis problemas. Me hice con el Ad Fontes38, un texto muy bueno, sin duda; la única pega que tenía era que estaba escrito en finlandés. Pero enseguida, decía, me encontré analizando un curso en mi opinión extraordiario, escrito en 1965, precursor de los métodos naturales, editado por los Nature Method Language Institutes. En la redacción y revisión de los volúmenes colaboraron con el autor, Hans H. Ørberg, los más grandes filólogos y lingüistas de entonces: G. Devoto, K. Jax, S. Mariotti, R. Schilling, E. Springhetti, L. Hjelmslev, A.D. Leeman, D. Norberg, W. Schmid, H. Zilliacus, J.F. Latimer. El método presentaba una ventaja: estaba escrito en latín, y no requería ninguna traducción39. Recientemente se ha publicado una nueva edición4040. En seguida me puse manos a la obra con renovado fervor: las líneas fundamentales del Cambridge estaban ya presentes aquí: una historia continua, lectura intensiva, comprensión directa, acquisición del vocabulario (¡3500 vocablos!), asimilación lenta y continua de la morfología y la sintaxis. La diferencia estaba, primero, en el hecho de que en este método no había ni una sola palabra en ninguna lengua moderna, sino que todo venía explicado en latín, incluida la gramática; en segundo lugar, a los alumnos no sólo se les pedía que tradujeran sino que resumieran en latín, que explicaran, que respondieran en esa lengua a preguntas de comprensión. Los ejercicios de cada capítulo son de tres tipos: el primero se orienta al refuerzo de las estructuras gramaticales; el segundo a la fijación del vocabulario; el tercero a la comprensión del texto y al uso activo de la lengua. La última ventaja y la mayor respecto a los otros métodos radica en que el texto de Ørberg, tras dos volúmenes –reducidos a uno solo más grueso en la edición nueva– de preparación y encarrilamiento, se pasa en seguida a los textos clásicos: y a continuación a textos no adaptados de Eutropio, Livio; Salustio; Nepote; Cicerón; de este último, con el que se cierra el curso, se reproduce una buena parte del discurso De imperio Cn. Pompei y completo el Somnium Scipionis. Toda la primera parte contribuye a proporcionar un notable bagaje de conocimientos no sólo lingüísticos, sino también culturales sobre la vida romana y sobre el trasfondo social de la antigüedad clásica.

            Hoy mi felicidad consiste en ver a mis cariñosísimos y queridísimos alumnos, quos ego plus quam oculos meos diligo, leer páginas enteras de Livio o de Cicerón sin esfuerzo, comprender el significado de ellos palabra por palabra, saber repetir su contenido en un buen latín, superar incluso a licenciados en Clásicas en traducir a simple vista; y, lo más importante de todo, estoy seguro de que, cuando salgan del instituto, no se les ocurrirá ir a arrojar en la Cloaca Maxima sus libros de latín, sino que guardarán un recuerdo agradable, refrescado quizás por hermosas lecturas del patrimonio clásico, al que en adelante la ianua reserata patet.
 

NOTAS:


* Revista semanal italiana muy conocida de rompecabezas, pasatiempos, crucigramas, ... [Nota del trad.]


1 P. Wülfing, I primi testi d’autore nell’insegnamento del latino, en: Temi e problemi nella didattica delle lingue classiche, Herder, Roma, 1986, p. 72.

2 cfr. G. Pittàno, Didattica del latino, Milán, 1978.

3 E. Mandruzzato, Il piacere del latino, A. Mondadori, Milán, 1989, p. 12.

4 G. Pascoli, Relazione al Ministro de la Pubblica Istruzione, en: Prose, A. Mondadori, Milán, 1946, p. 591.

5 G. Pasquali, “Coniunctivitis professoria” en LaCcultura, 15 abril 1927; ahora en G. pasquali, Pagine stravaganti, Sansoni, Florecia, 1968, vol. 1º, p. 149.

6 Ibíd.

7 G. Pascoli, op. cit., p. 591.

8 cfr. C. Fievet, Apprendre à comprendre (Réflexions pour une pédagogie nouvelle de langues anciennes) en: Actualités de l’Antiquité, Édtions du CNRS, 1991. Cfr también del mismo autor, Quemadmodum usus sermonis Latini in schola viam ad legendum planiorem brevioremque aperire possit, in: Atti del convegno internalizionale sulla didattica del latino “Latino sì, ma non così”, Procida-Vivara, 19-25 ottobre 1991 (en proceso de publicación por parte de la Academia Vivarium Novum, C. da  S. Vito, 5, 83048-Montella-AV)

9 E. Mandruzzato, op. cit. p. 8.

10 T. De Mauro, Guida all’uso delle parole, Editori Reuniti, Roma, 1989, pp. 127-128, cit. en: G. Sega y O. Tappi, La traduzione del latino, (metodo e strumenti), La Nuova Italia, Florencia, 1993, p. 2.

11 G. Sega y O. Tappi, op. cit., p. 7.

12 E. Mandruzzato, I segreti del latino (per ritrovare quello che abbiamo dimenticato), Mondadori, Milán, 1991, p.15

13 E. D’Anna, Recte reddenda, Le Monnier, Firenze, 1992, versión no 53, p. 28.

14 E. Masetti y M. Pellegrinetti, Latini scriptores, Bulgarini, Florencia, 1994, vol. 2, p. 425.

15 cfr. G. Bruno, Della causa, principio et Uno, ed. G. Aquilecchia, Les Belles Lettres, París, 1996, p. 61.

16 Para un análisis detallado del problema, cfr. R. Titone y E Coccia, Inseganare il latino oggi, Armano, Roma, 1992; C. W. Valentine, Latin: its place and value in education, univerity of Lndon Press, Londres, 1935; G.B. Pighi, Perché si insegna il latino?, en Didattica del latino, Signorelli, Roma, 1955, pp. 7-11.

17 E. Mandruzzto, Il piacere del latino, cit., p.15; cfr también: P. Thomas, Morceaux choisis de prosateurs latin du Moyen Âge et des temps modernes, Gantes, 1902, VII-VIII, cit. en: A. Adami, Le radici culturali e spirituali dell’Europa (Il latino e il greco nella scuola secondaria superiore). Una brevísima alusión en los programas Brocca del itinerario lingüístico: cfr. Planes de estudio de la “scuola secondaria superiore” y programas de los trienios. Las propuestas de la Comisión Brocca, parte segunda, vol. II, Le monnier, Florencia, 1992.

18 cfr. W. Belardi, Il latino lingua viva o lingua morta?, Istituto di Filologia latina, Perugia, 1984.

19 cfr. P. Burke, Lunga vita di una lingua morta - (Come e perché il latino ecclesiatico, accademico e pragmatico sopravisse all’affermarsi del volgare), en Prometteo, sept. 1989, pp.30-39.

20 cfr. Aug., Confessiones I, XIV, 23.

21 Ibid.: Videlicet difficultas omnino ediscendae linguae peregrinae quasi felle aspergebat omnes suavitates graecas fabulosarum narrationum. Nulla enim verba illa noveram, et saevis terroribus ac poenis, ut nossem, instabatur mihi vehementer.

22 cfr. P. Burke, cit., p. 30.

23 Ars Poet., 317-318.

24 cfr. L. Bömer, Die shülersprechen der Humanisten, Berlín 1897/ Amsterdam 1966, passim.

25 cfr. I.A. Comenio, Opere, (ed. de Marta Fattori, UTET, Turín, 1974. “Sensus –dice Comenio en el prefacio del Orbis sensualium pictus- obiecta sua semper quaerunt, absentibus illis hebescunt, taedioque sui huc illuc se vertunt; praesentibus autem obiectis suis hilarescunt, vivescunt, et se illis affigi, donec res satis perspecta sit, libenter patiuntur. Libellus ergo hic ingeniis... captivandis et ad altiora studia praeparandis bonam navabit operam”.

26 J. Locke, Thoughts Concerning Education, §§ 165-168; cfr. R. Titone y E. Coccia, op. cit, pp. 18-19.

27 Sobre la historia del “método naturale”, además de R. Titone y E. Coccia, op. cit., pp.16-20, véase también: A. Fritsch, Ab Erasmo ad Asterigem (Exempla historica atque hodierna Latine viva voce docendi), en: Vox Latina, tomo 25, 1989, fasc. 96, pp. 173-181.

28  Cfr. G. Lodge, the Vocabulary of High School Latin, Teachers Coll., Nueva York, 1907;  G. Cauquil y J.Y. Guillaumin, Vocabulaire de base du latin (alphabétique, fréquentiel, étymologique), Arelab, Besançon, 1984.

39  C.W.E.  Peckett y A.R. Munday, Principia e Pseudolus noster, (a beginner’s Latin course, Wilding & son, Shrewsbury, 1949-50.

30 W. Sweet, R.S. Craig, G. Seligson, Latin: a structural approach, The University of Michigan Press, 1957-1966; W.Sweet, Artes Latinae Program, Encyclopaedia Britannica Educational Corporation, Chicago (Illin.); Bolchazy-Carducci, Wauconda, (Il.), 1985.

31 I.A. Comenio, Ianua linguarum, praef., par. 11, ed. UTET, Turín, 1974: “Dijo bien Isaac habrecht con estas palabras: (…) “De la misma manera que sería mucho más fácil conocer directamente todos los animales, visitando el arca de Noé, que contiene una selección de cada especie, mejor que viajando por toda la tierra hasta toparse por casualidad con algún animal; así también se aprendererían mucho más fácilmente todos los vocablos de una lengua mediante un compendio en el que se contuvieran los fundamentos de todas las cosas, mejor escuchando, leyendo, etc., hasta uno se topa por casualidad con las palabras”.

32 Cambridge Latin Course, Units I, IIa, Iib, IIIa, IIIb, IVa y Ivb y sus correspondientes Teacher’s Books, CUP, Cambridge, 1983 y ss. edd. [Existe versión española en la Universidad de Sevilla. Nota del trad.].

33 P. Wülfing, op. cit., p. 47; véase tb. pp.72-74.

34 Tác. Agr., cap. 3.

35 E. Coccia, W. Siewert, W. Straube y K. Weddigen, Ostia, Armando, Roma, 1991.

36 Véase, p. ej., Ecce Romani (A Latin reading Program), Longman, N. York, 1984; M. Balme y J. Morwood, Oxford Latin Course, OUP, Oxford, 1987; H.A. Derix,  H.L. van Gessel, A. Schaafsman y J.C.Surber, Via nova, Meulenhoff Educatief, Amsterdam, 1986.

37 D. Peet y M. Stille, Latin for Americans, Glencoe/Mc Graw-Hill, Mission Hils, California, 1990.

38 Kallela, Paananen y palmén, Ad Fontes, Helsinki, 1991.

39 Hans H. Ørberg, Lingua Latina secundum naturae rationem explicata, The Nature Method Institute, Copenhague, 1965.

40 Hans H. Ørberg, Lingua latina per se illustrata, Museum Tusculanum Press, Univ. de Copenhague, Njalsgade 92, DK, 2300 Copenhague S., 1985-94. Pars I Familia Romana, pp. 328; Pars II: Roma aeterna, pp. 424. Latin-English Vocabulary, pp. 22; Indices, pp. 64;  Colloquia personarum, pp. 90;  Exercitia Latina, pp. 148.

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