13 octubre 2013

Pro lingua latina (et non solum... )

Rescatamos en el blog un artículo premonitorio en defensa del latín, publicado en El País en enero de 1985 por Xesús Alonso Montero (Catedrático de Literatura en el colegio universitario de Vigo y miembro de la Real Academia Gallega). En él, el autor nos advertía con muy buen juicio de lo que iba a pasar con las Humanidades a partir de la implantación de la LOGSE, dejando al latín (y no sólo a éste) arrinconado en el nuevo sistema educativo: "Privar a nuestros alumnos del latín sería contribuir muy eficazmente a empobrecer su discurso lingüístico" y "Preparar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes para el mundo tecnificado de hoy exige... previa y primordialmente un compromiso teórico y práctico con lo que tradicionalmente se ha llamado cultura. Sin las humanidades no es posible diseñar profesionales a la altura ética -y estética- de nuestro tiempo."
Este artículo es la primera parte de un trabajo en el que el autor hace una defensa de la necesidad de la enseñanza del latín en el sistema educativo español, analizando la relación de la especialización tecnológica de este final de milenio con el equilibrio que le proporcionaría el conocimiento humanístico, identificado, en este caso, con el dominio de las lenguas clásicas.
Si los dioses antiguos no lo remedian, miles y miles de adolescentes españoles, dentro de un año o de dos, iniciarán su bachillerato sin asomarse al universo cultural de la lengua latina y lo terminarán sin haber declinado ni conjugado los incitantes recursos de esa lengua y de esa Cultura. Dentro de cuatro o cinco años, esos miles de muchachos españoles, ya en la antesala de una profesión, que les va a exigir saberes muy especializados y precisos, recogerán con sus manos tecnificadas e informatizadas un título, el de bachiller, que carecerá, como sus manos, de emoción y de temblor. Ese día, en algún lugar de este inmenso páramo, miles y miles de jóvenes españoles se comprometerán (sin latín, con muy poco pasado y casi nula reflexión histórica) con una profesión, muy técnica y muy especializada sin duda, que servirán, pocos años después, desde una concepción muy poco cultural y desde un esquema moral en que muy pocas cosas serán cuestionadas.Que las primeras palabras de este artículo, más censorio que elegiaco, sean una incursión en el firmamento de la mitología grecorromana no debe interpretarse como retórica fácil. En efecto, ¿qué dioses, salvo los antiguos, podrán evitar la fractura cultural que se está diseñando y perpetrando por quienes, en nombre de una Modernidad con mayúscula, se consideran intérpretes correctos de los signos de los tiempos? Eliminar por decreto el latín, las humanidades clásicas y otras humanidades puede entusiasmar a quienes están embriagados por ciertos signos de hoy, signos que son aparatos, tecnologías, números abstractos y esquemas asépticos, necesarios y útiles, sin duda alguna, en la medida en que se aborden o se utilicen en una atmósfera de cultura donde se den cita estética, ética, espíritu crítico y reflexión sobre el pasado, que es, a la vez, meditación sobre nuestro puntual presente, pórtico del futuro. Borrachos de fáciles signos, embriagados por superficiales gestos, excomulgan por decreto lo que es una de las sustancias íntimas de lo que llamamos cultura occidental, es decir, de lo que constituye el más vasto e ilustre capítulo de la cultura mundial.
Contra lengua y literatura
Si queremos oponernos eficazmente al proyecto de bachillerato, será indispensable para defender adecuadamente el latía defender también otros saberes en ese proyecto notablemente disminuidos o desvirtuados. Dicho de un modo muy simple, el nuevo bachillerato atenta gravemente, al regatear horas de clase, contra la lengua y la literatura, disciplinas ya no muy favorecidas en los horarios actuales. Tal atentado no sólo es un atentado contra la capacidad discursiva del alumno (muy pronto ciudadano de pleno derecho), sino contra su pensamiento, ya que el pensar se conduce, se vertebra y se articula lingüísticamente.
Ya aquí conviene señalar que, desde hace algunos años, miles y miles de adolescentes y de jóvenes de nuestro país manifiestan (y a veces hacen gala de ello) un pobre, cuando no paupérrimo, discurso lingüístico. Un limitado vocabulario (argótico frecuentemente), bastantes frases anacolúticas, una sintaxis muy simple (mísera en nexos) y un evidente desinterés por el registro idiomático exigido por la situación o el contexto son, en mi opinión, las principales características del discurso juvenil español, a veces fomentadas por adultos con responsabilidades educativas que consideran reaccionario o poco moderno hablar bien. Por otra parte, no pocos estudiantes de bachillerato perciben en el discurso lingüístico culto, esmerado y matizado de ciertos adultos signos de clase que detestan. Nadie ignora que la juventud siempre ha tenido sus señas de identidad, las lingüísticas incluidas, pero lo inquietante de esta hora es el desdén superlativo por todo lo que signifique esfuerzo idiomático, desdén que lleva a la juventud a dejar en manos del enemigo de clase (adultos, profesores ... ) dones que los jóvenes deberían ser los últimos en desdeñar o rechazar: el poder persuasivo de las palabras, la lógica y la belleza intelectual del discurso bien construido y la fruición (propia y ajena) que las palabras afanosamente buscadas producen.
Así las cosas, quienes deberían ser intérpretes sagaces del acontecer histórico, de nuestras carencias y de nuestras necesidades culturales, disminuyen las horas lectivas de lengua y literatura y decretan la muerte del latín en el bachillerato. El resultado ya está claro: menos clases de ejercitación idiomática (oral y escrita), menos horas de lectura orientada de autores clásicos (literatura) y menos tiempo de reflexión sobre la lengua (gramática), todo ello agravado por la circunstancia de que los alumnos, sin rudimentos de latín, no podrán establecer, ni con la ayuda del profesor, las relaciones y filiaciones verbales que tanto han esclarecido las reflexiones idiomáticas de tantas y tantas personas (no necesariamente lingüistas) y tanto han enriquecido la semántica y la andadura del discurso, aun en conversaciones no trascendentes.

Y todo ello en nombre de la modernidad, cuyos signos, asépticos o no, sería erróneo rechazar, casi tan erróneo como despojar o privar a los ciudadanos de actitudes culturales y discursivas que nos permitan ser dueños de los modernos instrumentos, y no sus fascinados esclavos. En realidad, el desafío de las modernas tecnologías y de los complejos aparatos actuales exige de nosotros, de nuestros planes de estudio y de nuestros programas educativos una entrega importante a la información histórica (también muy mermada en el futuro bachillerato) y a la formación cultural, indisolublemente unidas, siempre que se impartan con talento y la adecuada erudición, al espíritu crítico y al talante ético, al sentido moral. Hoy más que ayer, aún más que ayer, se necesita esa formación cultural y esa información histórica.

Preparar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes para el mundo tecnificado de hoy exige, secundariamente, las precisiones a que obligan los novísimos objetos técnicos y ciertos saberes recientes, pero exige previa y primordialmente un compromiso teórico y práctico con lo que tradicionalmente se ha llamado cultura. Sin las humanidades -otro hermoso y decidor nombre tradicional- no es posible diseñar profesionales a la altura ética -y estética- de nuestro tiempo.

En esta segunda parte de su artículo, el autor defiende el latín como horma, que no cárcel, en la que se han formado escritores y pensadores durante siglos. No se trata, afirma, de estudiar una cultura por su condición de pasada; se trata de no romper radicalmente en nuestra civilización como es y ha sido la cultura clásica.
Alguien podrá argüir que el conocimiento y uso de otras lenguas que no sean el griego y el latín puede estimular y enriquecer el discurso en la propia (o en las propias), lo cual es rigurosamente cierto. Tal actividad existe en nuestros estudios, y es un dato de la modernidad que sería pueril eludir, aunque sería aconsejable, en esta parcela de la enseñanza, otra orientación u otros matices. Estas lenguas, trátese del inglés o del ruso, del francés o del chino, del alemán o del italiano, son, velis nolis, en alguna medida, lenguas beligerantes, culturas beligerantes. A su condición neutra debe el latín algunos éxitos. En su horma, que no cárcel, se formaron durante dos milenios los escritores, los pensadores y los científicos que constituyen las páginas más numerosas y gloriosas del libro grande de la historia. Ninguna lengua ha jugado semejante papel en el desarrollo de la civilización, como afirma Antoine Meillet. No siempre, reconozcámoslo, se ha hecho la defensa del latín en términos plenamente convincentes o aceptables. A veces tales defensas, loas o cantos desprendían un dudoso aroma intelectual o unas inquietantes connotaciones negativas, y en ocasiones se llegó a identificar la defensa del latín con actitudes políticas reaccionarias o muy, conservadoras, con un cierto culto al pasado (por pasado, simplemente) e incluso con una determinada propensión clerical.
No, se trata de estudiar una cultura. por su condición de pasada planteamiento que nos llevaría a incluir en nuestros programas lecciones y lecciones sobre la civilización sumeria o la literatura sánscrita, cuya importancia, por otra parte, jamás han cuestionado los historiadores; se trata de no romper con la cultura clásica, y no romper, tras tantos siglos, quiere decir tener en cuenta, seguir teniendo en cuenta, algo que sólo ha muerto o cambiado en algunos de sus gestos formales, algo que se nos aparece (hoy como ayer) como cita inevitable, como insoslayable encuentro, como fecundo y no despótico punto de partida. Para ello, ya que no del griego (dicho sea en voz muy baja), necesitamos del latín, de la lengua latina, incluso para atender la realidad (y las posibilidades o potencialidades) de algunas lenguas que no proceden del latín. Situado el problema en España, donde tres lenguas neolatinas son oficiales, una de ellas de enorme proyección extrapeninsular, privar a nuestros alumnos del latín sería contribuir muy eficazmente a empobrecer su discurso lingüístico (su capacidad razonadora y matizadora, por tanto) y su capacitación gramatical. En cuanto al euskera, la lengua española no latina, ese idioma, filológicamente tan apasionante para especialistas y para meros curiosos, contiene, como es sabido, un número no es caso de elementos latinos, y hasta para formular una despedida recurren desde hace siglos a una vieja palabra y a una vieja creencia romana (auguriu, que terminó convirtiéndose en agur).
Un poco de socialismo
El autor de este trabajo reconoce que no siempre deslinda latín de griego y lengua de literatura o cultura, lo cual a veces no es involuntario. Creemos que no es bueno para la causa del latín obstinarse en defender la presencia que tiene, que todavía tiene, en los actuales programas de bachillerato. Antes de que la amenaza de su supresión se cerniese sobre este sufrido país éramos muchos los que creíamos que había llegado la hora de exigir más horas de latín y cultura latina en el bachillerato, y ello habría que inscribirlo en unos planes de enseñanza que recuperasen, en alguna medida, la lengua griega.
Esto, sin duda, suena a antigualla a nuestros gobernantes y a no pocos de los pedagogos que los asesoran. Sin necesidad de haber estudiado filología clásica, miles y miles de personas medianamente cultas de cualquier parte del mundo saben que no pocas palabras decisivas, cultas o no, técnicas o no, proceden, incluso en lenguas no indoeuropeas, del griego, muchas veces tras pasar por el filtro del latín. Estar contra esto no es moderno, y partir de esto, por lejanas que estén las raíces, es asomarse, con buen criterio y con firmeza, al futuro.
Latín y progreso
Nuestros gobernantes, al parecer educados en el socialismo, deberían sospechar que don Julián Besteiro desaprobaría este atentado, en la persona del latín, contra las humanidades clásicas, contra la cultura. Ya aquí convendría mencionar un episodio intelectual no muy citado, protagonizado, en el siglo pasado, por quien, con sus estudios económicos y políticos, cambió, a su modo y en cierta medida, el curso de la historia. Se llamaba Karl Marx, quien, entre capítulo y capitulo de Das Kapital, traducía al alemán, desde el griego, las tragedias de Esquilo. Sus biógrafos añaden que por las noches recitaba, para su mujer y para sus hijos, actos enteros de los dramas de Shakespeare. También Wagner leía a los trágicos griegos mientras componía El anillo de los nibelungos.
Una y otra vez se invoca la modernidad, con su olimpo de dioses, cuando no de diosecillos y de ídolos. Pues bien, la Edad Moderna, en la que todavía estamos, empezó en Europa hace cinco siglos (seis, tal vez, en Italia), justo cuando los humanistas, más latinistas entonces que helenistas (por razones obvias), descubrieron el gran latín de los clásicos, su lapidario decir y su rigor formal. Los textos latinos, más allá del deslumbramiento formal, que fue mucho, comprometieron a los humanistas porque eran mensajes nuevos, si bien enterrados o semienterrados durante nueve o diez siglos.
Tras Cicerón, tras sus códices, peregrinó media vida por bibliotecas y monasterios, con pasión y tenacidad de filólogo antiguo, quien fue el gran precursor del Renacimiento, por consiguiente de la Edad Moderna: el humanista Francesco Petrarca. Es justo recordar en esta ocasión su muerte ejemplar, acaecida, sobre un códice latino, el día 19 de julio de 1374.
Quienes hoy hablan (o hablen) de modernidad, de la concreta modernidad de nuestra hora, deberían conocer con detalle la hermosa aventura humanística de los comienzos de la Edad Moderna. No se trata, aclaremos, de morir como Petrarca, pero su muerte, en aquella noche de luz y misterio (su cuerpo, sobre un códice latino) bien merece un decreto: un decreto distinto.

FUENTE: 
"Pro lingua latina (et non solum .. )" / 1
"Pro lingua latina (et non solum ... )"/ y 2


1 comentario:

  1. Grazie mille, è stato un piacere immenso leggere questo articolo.
    Non esiste "spread" al mondo che possa cancellare il debito che noi "hispanitaliani" ma in generale come essere umani abbiamo verso uomini come Francesco Petrarca.
    Saludos desde Italia
    Gabriele

    ResponderEliminar

Estoy firmemente convencido de que los comentarios en un blog son necesarios y, además, dicen mucho acerca del interés de los lectores por éste.
Por ello nunca he sido partidario de censurarlos ni borrarlos. No obstante, suscribo todas y cada una de las palabras de Jordi Adell: "Sobre los comentarios en este blog".